El cura Ibáñez fue una pieza inquieta y alborotadora que intervino en la polémica eclesial, universitaria y cultural chilena en medios de prensa escrita, revistas académicas, radio y TV. Donde hubiera un desvío, ahí estaba él para encauzarlo.

Lo gastado sería la condición plena de una trayectoria, algo así como el empleo del 100% de una capacidad instalada. La frase proviene de Josemaría Escrivá de Balaguer: “El Opus Dei forma hombres y los gasta”.

Ibáñez pertenece a una línea en lo esencial contrarreformista –como uno de esos soldados jesuitas de la primera hornada del siglo XVI- pero operativo inicialmente en la escena retadora y desabotonada de los años sesenta.

Contra la liberación sexual, la pretensión societaria de la teología de la liberación con el marxismo, el desánimo y la deserción sacerdotal, las interpretaciones descaminadas del Concilio Vaticano II, el ablandamiento interno de la propia Iglesia frente a lo mundano, el abaratamiento y degradación de lo ritual y léxico, el divorcio, la anticoncepción, etc. Todo en nombre de una doctrina y ánimo inoculado por el Opus Dei y la presencia inaugural de su fundador elevado a la categoría de santo.

El cura Ibáñez fue una pieza inquieta y alborotadora que intervino en la polémica eclesial, universitaria y cultural chilena en medios de prensa escrita, revistas académicas, radio y TV. Donde hubiera un desvío, ahí estaba él para encauzarlo.

El contacto más público de su quehacer lo tuvo en su condición de crítico literario dominical de El Mercurio (muy leído, en una escena escasa de críticos después del golpe) en que analizaba obras sometidas a un juicio ya nada impresionista como el de Alone, el antecesor, y algo más “científico” y al día en la teoría literaria. Teoría que también resistía si se tornaba muy barthesiana y Grado cero de la escritura.

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Con todo, una curiosa especie de intelectual público católico interesado poco en el público, sino más bien en ganancias palmo a palmo ligadas a grupos de poder de distinta índole.

Es lo que leemos en Conversaciones con José Miguel Ibáñez Langlois, (EUNSA / Ediciones UC, 2025). Ya la portada es ese par de líneas retadoras de “Oficio” de Poemas dogmáticos II: “Soy cura / y qué”, una imagen con una pizca de paz con el mundo.

Asistimos cronológicamente a su trayectoria vital desde la infancia inquieta al ChatGPT. Declaro que tengo una cierta debilidad por estos libros, me atraen las conversaciones entre escritores y artistas. ¿Cuáles son los escenarios epocales de ciertas vidas, las relaciones familiares, las ideas y apetencias que se van gestando?; me interesa esa zona de retazos de lo creativo o habla suelta del personaje.

Ahora comprendo (creo) el por qué de la conexión fuerte del cura Ibáñez con la antipoesía parriana. En la infancia y adolescencia no se trata de una persona queda, absorta, sin presencia física, sino, por el contrario, de alguien osado, practicando golpes de box y dispuesto a la pelea, en escenas a caballo en el campo, en bailoteos, en la inminencia de la sexualidad que lo atrae. Por eso en el futuro se catalogará a sí mismo de “gandul”, “bandido” de muchas barrabasadas.

Quiero decir que se trata de una persona de acción. Por esta vía me doy cuenta de que Nicanor Parra es para Ibáñez el acto, la situación concreta, la realidad frente a la sublime verbosidad nerudiana pero sospechosa al fin en el sentido de trocar hechos por lenguaje, y lo peor, costras de retórica. Parra es mundo; Neruda lenguaje. El año de la entrada de Ibáñez en el Opus Dei -1954- es el de la aparición de Poemas y antipoemas. Los dos, desde luego, y por distintas vías y modos, conservadores neuronales.

Valiosa esa autoconciencia, como declara, de no haber pensado lo suficiente, que hay una actividad del pensar que no ejercitó hasta una especie de más allá en el más acá. Algo pensado hasta el confín, incluso una calidad no lograda de ese pensar que necesitó más tiempo; para eso, muy probablemente, ya son otras vidas. También cuando, respecto de su desempeño en la Comisión Teológica Internacional y la presencia de connotados teólogos mundiales (Ratzinger, etc.), lo declara “corriente, correcto, sin nada espectacular”.

El apunte es que para decir esto, para ningunearse un poco, debe estar previamente en un lugar muy sólido. Y elucubro esto: su posición es tan conservadora, de resistencia y aún de repelencia a la novedad, que por ningún motivo se va a embarcar en ideas nuevas o fuera de texto, le daría tirria exponer hallazgos propios o elaboraciones que parecieran estridentes o falsamente personales. Prefiere incluso poner una simple coma, pero rotunda y teologalmente bien puesta. Pareciera que su manía se trata sobre todo de restaurar y no de innovar.

Igualmente atractivos son los años de formación y austeridad de vida en Bruno Buozzi 73, Parioli, Roma, sede del Opus. Y ahí, en medio de lo encantatorio de los años juveniles, la densidad de las materias en estudio, las amistades y fidelidad que se va materializando, la sorpresa del humor de las tonterías involuntarias como la de los cigarrillos Cabañas ofrecidos a Escrivá de Balaguer, en un momento de lo más inoportuno. Parece que el humor lo acompaña en las situaciones más solemnes.

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Eché de menos, dado los interlocutores entrenados, alguna pregunta que hubiera indagado qué había significado formativamente Ezra Pound, TS Eliot o Rilke, es decir, cómo los había asimilado o urdido en su propia poética. Poetas como Pound y Eliot, que mapearon el mundo -el primero en tanto exhibir lo mejor pensado y escrito en los Cantos, el segundo con un discurso cristiano que se enfrentó a los nuevos saberes de la psicología, la sociología, el neohumanismo que no toleraba, principalmente en Cuatro cuartetos-, produjeron revoluciones estéticas desde el fascismo y el conservadurismo cristiano dispuestas para el uso de todos los idearios políticos.

También el período de la dictadura –Ibáñez habla de golpe sin ambages- pasa esquivo, algo pierna arriba. Los interlocutores podrían haber planteado alguna de sus aristas entrando por un artículo del propio cura titulado “José Donoso: Casa de campo”, fechado el 2 de junio de 1979, publicado en El Mercurio, y exhibido en la compilación Veinticinco años de crítica (Zig-Zag, 1992). En este artículo el cura tilda de “leyenda negra”, “infundio histórico”, las torturas, asesinatos y desapariciones forzadas de personas a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973. Era una buena oportunidad para fundar esos dichos, repudiarlos, o explicarlos. Si el libro destaca su calidad de polemista, esta es una polémica del mayor interés.

Por lo demás, en la revista Mensaje de 2013, n° 622, aparece una información sorprendente por boca de Brian H. Smith, profesor de religión del Ripon College, en Wisconsin, EE.UU., quien, preparando su tesis de doctorado en Yale, estuvo recorriendo Chile en 1975 y se entrevistó con los obispos chilenos de norte a sur del país: 27 de 30 obispos chilenos consideraban necesario el golpe militar, con los nombres más ilustres que figurarían después. Es decir, hay una jerarquía de la Iglesia que a partir de esa postura se comienza a convertir en el gran amparo de los derrotados y denunciadora de los crímenes. Entonces, no se trata de apuntar ni esquinar al cura Ibáñez sino de referir el tiempo y sus juicios en materias tan delicadas. ¿Hubo temas vedados?

Todo esto porque hay unas líneas de Ibáñez que problematizan la actuación en el período: “Esta causa nuestra está llena de contenido humano: ¡es pro vida, pro vida, pro vida!” (pág. 115). Pienso que lo mejor hubiera sido abordar estas disonancias.

Desde luego el libro es muy vasto –una vida- y estos son sólo algunos apuntes. Interesante asomarse a los ambientes, tramas y acciones de personajes de esta incidencia.

El cura Ibáñez tuvo triunfos y derrotas, pero las rendiciones no existieron en su vocabulario.