A Erick se le desaprovechó. Podría haber conducido un programa en TV de libros o artístico con toda propiedad, pero el abaratamiento generalizado de lo cultural demandaba otra cosa: menos y menos calidad.

En un número de la gloriosa revista APSI de octubre 1988, Erick Pohlhammer criticó positivamente un libro de poemas mío. Aisló algunas líneas y las elevó comparativamente con Quevedo, y dijo que el motivo era novedoso (la vejez), que “A Bécker no se le ocurrió. Tampoco a Neruda”. El problema era que había más líneas que ni por asomo llegaban a tal grado. Era como pulsar dos teclas del piano y decir que eso era Beethoven. Se trataba de todo un rasgo de la personalidad de Erick que provisoriamente llamaré la “simpatía impresionista” de su carácter.

A los días conseguí su número de teléfono y lo invité a mi casa de Laura de Noves 412. Y llegó para hacernos amigos. De inmediato me di cuenta de otra cualidad absolutamente escasa y que siempre confirmaría en el futuro: Erick no se iba nunca, es decir, tenía todo el tiempo del mundo. No tenía que encontrarse nada más que con uno. Hallar a un poeta que tenga tiempo cuando tú lo que quieres es precisamente compartir, hablar, mostrar textos o escuchar opiniones fundadas, o lo que sea del oficio cuando estás en el inicio, es todo un donativo.

Erick conocía al dedillo a los poetas del Siglo de Oro español: los timbres de Góngora, Lope de Vega, Quevedo, San Juan de la Cruz, etc., y se quedaba silabeando y regustando con detención una frase o palabra después de recitados de memoria. Era curioso que Erick, escribiendo un habla digamos llana y circunstancial de su tiempo, se interesara auditivamente en fórmulas y palabras rebuscadas de siglos atrás. Pero la explicación podría venir del lado del ánimo lúdico y satírico, las utilizaba como incrustaciones coloridas extemporáneas que llamaban la atención, como si hiciera jugando una de esas aparatosas venias de otrora.

Al poco tiempo me invitó a su casa de La Reina. Ahí conocería a su padre, Roberto Pohlhammer, gran escultor. El comedor lo había hecho con sus manos y herramientas; de voz aguardentosa y aparatoso, amigo de Pablo de Rokha. Y a su hermano Siegfried, otro personaje.

Erick estaba arreglando una casa pequeña -no lejana de la familiar- para hacer clases de yoga, respiración, también algún taller de poesía. Ahí apareció una especie de prosecretario estacional, el legendario Tristán Altagracia (Bernardo Araya), poeta de los Mantos de Punitaqui, y cuya característica era ser más Anthony Quinn que Anthony Quinn. De recitación rimbombante. Las veladas eran líquidas y poéticas.

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En un momento con Erick redactamos una carta surrealista, loca, agresiva, apelando a los astros y las galaxias, para Alejandro Jodorowski. No queríamos que Frei RT fuera presidente y ungíamos al mimo, tarotista, cineasta y escritor como candidato del arte y la cultura. Se la fuimos a dejar a El Patio (Providencia), donde sabíamos habría una lectura de cartas del tarot. Estaba lleno y ya era imposible contactar con él, se la dejamos con alguien y anotamos el número de teléfono de mi casa.

A los días nos llamó y conminó a encontrarnos en la U. de Chile ya que presentaría un libro propio. Fuimos. “Ustedes son escritores profesionales” fue lo primero que dijo en un estado de tensión y sequedad que no esperábamos. Le comentamos un par de cosas pero ya nos habíamos desencantado mutuamente y todo el resto fue inútil. Decepción total.

Podíamos caminar de Apoquindo con Tobalaba hasta el Parque Forestal, fácilmente. En el camino lo saludaban, sonreían, intercambiaban frases. Erick era muy conocido por Cuánto Vale el Show y estaba abierto a ese reconocimiento. Si en el parque estaban tocando unos tamborileros, Erick se mezclaba de inmediato con ellos, se sacaba la camisa y comenzaba a darle a los paños y se quedaba ahí. Uno tenía que estar abierto a esos desvíos en la ruta (tampoco había ruta sino una especie de deriva). Te podía ir a ver a tu casa y terminaba en la del lado, porque una persona le había planteado una conversación de interés y se involucraba hasta la hora que fuera.

Lo inesperado era siempre esperado con él. Una tarde llegó a mi casa de Pedro de Valdivia cerca de Irarrázabal con Daniel Prieto Vial, un experto al detalle en cuestiones de defensa que surgió públicamente para la Guerra del Golfo. Conocía la cantidad de tanques, tropas, la topografía del terreno. Erick proponía, en esta reunión inaudita, un libro entre poesía y guerra, entre el sable y la pluma. Le buscamos por aquí y por allá pero el libro nadie logró verlo, o fantaseamos con eso. Tal vez debimos pensar en Patton.

Transmitía con Lihn, Parra, Lafourcade y Claudio Paul Caniggia. Podía relatar en éxtasis el gol y todo el armado de la jugada de Maradona en el Mundial de Italia 90 ante los brasileros. Dos años dirigimos juntos un taller literario con unas señoras ilustradas, creativas y animosas. De pronto, por variadas circunstancias, nos dejábamos de ver. Un día entro al Lomit’s buscando una comida para llevar. Ahí estaba sentado con Antonio Horvath, senador de RN. De inmediato las presentaciones ampulosas de Erick y el abrazo del senador, quien al instante inició una conversación conmigo e invitó a sentarme y tomar algo. Horvath, lo noté de inmediato, era de una finura y afabilidad extremas. Con gusto me habría quedado porque me interesó el personaje, pero me tenía que ir.

De vez en cuando me llegaban noticias (¿verdaderas?, ¿falsas?): Erick se había agarrado a cornetes con unos navales en la playa. Era muy firme y no le hacía asco a los combos. Era su lado b.

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Pohlhammer era un personaje poético y autor, a su vez, de poemas de excepción. La suya era toda una veta de insignificancias significativas: “Sin querer pisé el pie de un obrero en el pasillo de la liebre”; “está caro el aceite / usted se pregunta qué hace ahí ese verso / ese verso está ahí porque está caro el aceite”. Y ése sólo hecho desencadena efluvios amorosos, metafísicos, introspectivos, sociales, preguntas que algo esencial tocan. Erick es una especie de hervor parriano, con pistas propias en que cabe la sabiduría de los swami, la respiración yoga, una cita de Gurdjieff, de Condorito, de “Rosa María se fue a la playa” o del general De Gaulle. Cualquier retazo sirve para urdir un discurso significativo.

Un día que nos juntamos en la Plaza Mulato Gil tenía en las manos la Crítica del juicio, de Kant, y comenzó a transmitir los contenidos. Se sumergía con ese grado de compromiso en las materias más densas.

Pohlhammer escribió ese notable poema titulado “Los helicópteros”, una sinécdoque que sobrevuela la Guerra de Vietnam, los helicópteros de la Caravana de la Muerte, los wagnerianos de Apocalypse Now, y todo un campo semántico de época y más allá. El comienzo del texto se sitúa entre lo más fino de la poesía de todos los tiempos. Me quedaré en la primera línea:

…hasta que llegaron los helicópteros

Es decir: primero, vacío y silencio (página, margen); segundo, los tres puntos suspensivos como la inminencia de algo, algo que todavía no se muestra; tercero, ese algo luego de los tres puntos suspensivos es tan tenue en su presencia, que se muestra pero en una especie de silencio: una h muda; cuarto, ¡la delicadeza de no ser una hache mayúscula sino minúscula!, la presencia de un algo que viene, y, por tanto, que consuena; quinto, por fin, recién, aparece la primera palabra: hasta. La palabra hasta como aliteración de aspa; sexto, es el comienzo del movimiento del aspa. Todas las líneas son las aspas que giran.

A Erick se le desaprovechó. Podría haber conducido un programa en TV de libros o artístico con toda propiedad, pero el abaratamiento generalizado de lo cultural demandaba otra cosa: menos y menos calidad.

En una antología Erick dijo que no sabía qué ni quién era; tal vez se fue haciendo en la deriva, con instantes verbales, reflexiones y experiencias cotidianas que lo mantenían fluyendo, y fuera ese simple ir el que lo hacía y deshacía. Fue una presencia divertida y contagiosa.