Debemos repensar el modelo de financiamiento con el que operan, ya sea con modelos de autogestión, alianzas innovadoras con empresas, un compromiso real del Estado o una combinación virtuosa de todo lo anterior. Sin este aporte las estamos dejando languidecer en lugar de darle sostenibilidad al papel que cumplen en la sociedad.
Entre asociaciones, cooperativas y fundaciones, existen más de 400.000 Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) inscritas en nuestro país. De ellas, estas últimas representan un 9,3% del total, lo que equivale a unas 37.500 fundaciones.
Aunque presentan una alta dinámica de renovación, en los últimos años también están mostrando una preocupante falta de continuidad: el 45% de las fundaciones activas que había en 2020 dejaron de estarlo solo tres años después. Las razones son varias.
En primer lugar, por una alta rotación y baja permanencia ya que no logran sostener su actividad en el tiempo. También por un excesivo control burocrático del Estado, lo que les dificulta suscribir convenios, licitaciones y rendiciones, dificultando la relación de estas con los organismos públicos.
Por último, la inexistencia de un registro centralizado y estandarizado que permita tener un diagnóstico completo, actualizado y transparente de todas las fundaciones en el país, incide en la existencia de una institucionalidad débil en torno a ellas.
A todo ese cuadro en los últimos dos años se añade otro que ha agravado enormemente la precariedad en la que se encuentran muchas fundaciones. El golpe que les propinó a su credibilidad pública el “Caso Convenios”, donde por culpa de unas pocas, las consecuencias afectaron a casi todas.
Poco después de que estallara el escándalo de platas entre el Gobierno y determinadas fundaciones, un estudio realizado por Ipsos e INC Consultores constató que la reputación de las fundaciones y ONG se desplomó desde un 46% que tenían en 2022 a un 25% un año después, la mayor caída entre todas las instituciones medidas.
Esta crisis de confianza se tradujo en una merma de sus ingresos, con una disminución del financiamiento estatal (algo esperable) y de las donaciones privadas (menos entendible). Como consecuencia, se calcula que un tercio de las organizaciones tuvo que dejar de atender beneficiarios y reducir o suspender programas.
En el último año, el panorama no ha mejorado mucho y día a día muchos hombres y mujeres detrás de ellas luchan por mantenerlas funcionando frente a recursos que son cada vez más escasos.
Los más perjudicados con esto son los miles de niños, jóvenes, familias, adultos mayores y personas con discapacidad, que dependen del trabajo silencioso que hacen fundaciones y organizaciones sociales en todos los rincones del país, desempeñando un papel esencial en el tejido social, allí donde ni el Estado ni el mercado llegan a cubrir necesidades o lo hacen en forma insuficiente.
Son las fundaciones las que sostienen espacios de cuidado, educación, salud y acompañamiento para miles de chilenos. Lo veo todos los días en mi contacto con emprendedoras sociales que, con una tremenda energía, dedicación y perseverancia, trabajan con los grupos más postergados o desatendidos del país.
Es bueno detenerse a pensar qué pasaría si las fundaciones que dirigen paralizaran su trabajo por solo 24 horas. El vacío sería insostenible: menores con discapacidad o necesidades especiales quedarían sin la atención que requieren; adolescentes vulnerables perderían el espacio protegido que los resguarda de la droga y la delincuencia; miles de profesores dejarían de recibir apoyo para educar mejor a sus alumnos, y cientos de personas sin recursos se quedarían sin atención dental gratuita, por nombrar solo algunos ejemplos.
Las necesidades que atienden son múltiples y urgentes. Por eso la caridad con ellas ya no basta. El trabajo que estas organizaciones hacen, aunque invisible para la mayoría de los chilenos, es esencial para asegurar el futuro de esos otros chilenos que sí se benefician de su labor y asegurar la cohesión social.
No olvidemos que las fundaciones llegan donde la mano del Estado no alcanza; responden con mayor agilidad a desafíos emergentes que afectan al país, como la salud mental, problemas medioambientales o el bienestar animal; se adelantan muchas veces a las prioridades públicas, y acompañan a quienes más lo necesitan -migrantes, personas con discapacidad, mujeres o adultos mayores-, siendo muchas veces la única red presente.
Por eso es clave contar con un rol más protagónico de las personas, las empresas del mundo público y del privado para que apoyen y le den proyección a lo que hacen.
Debemos repensar el modelo de financiamiento con el que operan, ya sea con modelos de autogestión, alianzas innovadoras con empresas, un compromiso real del Estado o una combinación virtuosa de todo lo anterior. Sin este aporte las estamos dejando languidecer en lugar de darle sostenibilidad al papel que cumplen en la sociedad.
No dejemos que desaparezcan por falta de recursos, capacitación o apoyo. Con su ejemplo nos inspiran, con su trabajo cambian realidades y con su energía logran grandes obras que benefician a todo Chile.
Enviando corrección, espere un momento...
