Para quienes hemos realizado estudios ambientales relativos al patrimonio arqueológico, es claro que el problema no reside en los restos arqueológicos, sino más bien en la falta de concordancia entre las exigencias de sus actores. En particular, porque cada uno de ellos provee relatos acerca de sus fines, que prematuramente alimentan incomprensión mutua. Defensas sectoriales, que al sumarlas, son iguales a cero diálogos.

Esta discordancia entre empresarios, arqueólogos ambientales y comunidades, abre discusiones poco amables, que en lo general ignoran o desestiman que el Patrimonio Arqueológico está protegido por una ley. Chile se rige por normas jurídicas, y es posible que a los actores no les agrade una u otra disposición, pero en tanto estas existen, toda discusión al respecto es una pérdida de tiempo. Más aún, es una práctica negligente.

El valor del patrimonio como identidad nacional

Volvamos esto razonable. Y lo digo, no porque soy arqueólogo, sino porque creo firmemente que un país con historia propia, cifra el futuro con la identidad que requiere como deuda de su trayectoria social, política, cultural, religiosa y económica. Y en este propósito cabemos todos, en particular el patrimonio arqueológico, sea antiguo o reciente. Materialidades grandes y pequeñas que son el dato duro de la Historia. De aquí, el cuidado que este necesita.

Solo piense en que ocurriría, si mañana se descubre que bajo el naufragio de La Esmeralda hay un yacimiento de petróleo que convertiría a Chile en el “Catar sudamericano”. Un salto cuántico, que requeriría destruyamos ese “emblema patrio”. No quiero imaginar el escándalo.

Ahora mismo estoy oyendo murmullos, que dicen “La Esmeralda no es un buen ejemplo”. Y esto es, porque nos importa a todos. Sin embargo, también es un dato duro que hay patrimonios cuyos valores son regionales, provinciales o locales. Cualquiera comprenderá, que no por su alcance son menos importantes. Para quienes no lo saben, Chile no es lo mismo en Magallanes o Atacama, menos aún, en Rapa Nui, la Araucanía o los bofedales andinos.

Vivo en el Cajón del Maipo, y puedo asegurarle al que no sabe, que para sus habitantes el tren que ya no existe es importante, y no es menos que la arriería o el niño del Cerro El Plomo. Puede que para el lector esto resulte en materialidades insignificantes, pero no es así para mí y el resto de mis vecinos. En buena hora, existe una disposición legal que nos protege.

El llamado a la tolerancia y al reconocimiento intercultural

Mi argumentación puede resultar alarmante. Pero le suplico, me conceda este designio patrimonial. No por su afán conservacionista, sino por su inherente apelación al reconocimiento intercultural. Un gesto de tolerancia, ecuanimidad y generosidad que es enteramente necesaria para el desarrollo y la convivencia social. Creo que mientras las y los chilenos acuerden que es adecuada una legalidad patrimonial, lo lógico es que veamos cómo hacemos para desenredar provechosamente esto en su actualidad.

La mayoría de las veces, los proyectos de inversión son asolados por la “aparición del patrimonio”, justamente en el lugar donde se indica la construcción de un muelle, un relaveducto, una planta de desalación, un parque de energía sustentable, un hospital, un camino vecinal o un conjunto habitacional.

De seguro, nadie pensó, que esta variable haría tropezar el proyecto, pues las evaluaciones ambientales suelen hacerse con posterioridad al diseño del proyecto. Pero si en el futuro los proyectos de importancia para el desarrollo consideran seriamente la norma legal dentro (y no luego) de sus planes de intervención, de seguro pasaríamos del conflicto a un problema operacional. Esto es más sencillo que saber sumar y restar, pues simplemente equilibra y programa decisiones que caminan juntas en dirección a un final ambiental con seguridad exitoso. En especial, cuando es un hecho que malos manejos patrimoniales, suelen perjudicar emprendimientos que mejoran la vida de las personas.

Como arqueólogo, sé perfectamente que no es el valor de un hallazgo el que entorpece una faena y su inversión, sino el modo en que encaramos la evidencia arqueológica. Hay sitios pequeños, que pueden ser retirados durante su descubrimiento. Hay otros extensos, pero livianos, que pueden ser recolectados con rapidez. Y finalmente, aquellos cuya monumentalidad, requieren de conservación o recuperación de alta complejidad profesional. Estos últimos son los que demandan verdadera atención intersectorial.

Ciertamente, deben ser recuperados, no sin antes concordar si esto es realmente necesario. Pues muchas veces, solo basta evitar su intervención. Y cuando no es así, un plan de etapas múltiples, pueden disminuir los retrasos en la agenda. Lo importante aquí, es la deliberación consensuada de los intervinientes públicos y privados, cautelando la importancia de la inversión más la importancia patrimonial.

La permisología arqueológica como síntoma, no como causa

La “permisología arqueológica” no es la causa del problema, es solo el residuo de una desinteligencia colectiva que no conversa, que no reconoce, que no se respeta a sí misma. Que no toma conciencia, que cuando de permisos y trámites se trata, el Estado tiene una historia tan larga que me parece improcedente no aceptar.

Tengo el vívido recuerdo de niño en los años 60. Mi madre y sus amigos reían a más no poder, cuando contaban que una vez finalizado largos años de documentos solicitados, el empleado, tras la ventanilla del Ministerio, esbozaba una sonrisa triunfante al pedir ese papel tan necesario, al que llamaban el “reason why”.