Es indispensable cuidar a quienes conducen las escuelas
En los últimos cinco años, las denuncias ante la Superintendencia de Educación casi se duplicaron, pasando de 12.000 en 2019 a más de 19.000 en 2024. De ellas, 13.970 estuvieron vinculadas a problemas de convivencia escolar. En paralelo, el Ministerio de Educación informó que cerramos el año 2024 con 47.509 estudiantes desvinculados del sistema educativo y 931.735 con inasistencia grave, es decir, con más de un mes de clases perdidas.
Estas cifras deberían alarmarnos. No solo por su magnitud, sino por lo que revelan: la crisis educativa no está únicamente en los aprendizajes, sino también, y quizás de forma más profunda, en la manera en que las comunidades educativas están percibiendo hoy la importancia de la escuela y enfrentando los conflictos en su interior.
Esto da cuenta de una preocupante pérdida de legitimidad institucional, tanto de la escuela como de sus equipos directivos, cuya autoridad y capacidad de conducción son crecientemente cuestionadas por estudiantes, apoderados e incluso otros actores del sistema.
Lógicas que impiden crear comunidad
Son muchos los casos en que, ante un conflicto de convivencia, los adultos acudimos de inmediato a la denuncia, a la fiscalización externa y a la búsqueda de sanciones. Cuando el conflicto se refiere a condiciones laborales, optamos por paralizaciones, no necesariamente huelgas legales, sino por tomas imprevistas e intempestivas que interrumpen las clases. Y mientras esto ocurre, miles de niños, niñas y adolescentes se deben quedar en sus casas. Peor aún, otros miles están quedando derechamente fuera del sistema.
¿Qué estamos enseñando con estas prácticas? Que los desacuerdos no se enfrentan. Que las reglas no se cumplen. Que la escuela y la comunidad por la que optamos no tienen legitimidad ni capacidad para resolver los conflictos que surgen en su interior. Que el derecho a la educación se puede paralizar… que la experiencia educativa no es relevante.
Esa lógica es profundamente dañina, porque impide crear comunidad, trivializa el rol formativo y social de la escuela y de la familia, y termina por erosionar el derecho a una educación integral.
La educación como servicio esencial
Por eso, urge declarar a la educación como un servicio esencial. No para restringir derechos, sino para revalorizar su sentido y proteger lo que verdaderamente está en juego: el acceso permanente y continuo a oportunidades educativas.
Esto incluye aprender a convivir en sociedades cada vez más diversas, a relacionarnos con respeto y a comprender que el cumplimiento de las reglas es la base de la democracia y de una convivencia social pacífica y libre.
En tiempos inciertos, nada más radical que una escuela abierta que funciona con normalidad, con niños y niñas que pueden asistir de manera regular y en que la comunidad está alineada en enseñar que las diferencias y los conflictos existen, pero que pueden resolverse con diálogo, con respeto y sin abandonar a nadie. Y también, cuando las reglas se incumplen gravemente, con medidas proporcionales que resguarden el bienestar colectivo.
Apoyo y cuidado para los equipos escolares
Para que eso ocurra, es indispensable cuidar a quienes conducen las escuelas. Profesores, asistentes y directivos están sometidos diariamente a un alto nivel de estrés: enfrentan conflictos cada vez más complejos, bajo una enorme presión de las comunidades y con recursos limitados.
Toman decisiones difíciles que afectan a estudiantes con quienes comparten el día a día, en la mayoría de los casos, con compromiso y cariño. Y, sin embargo, como sociedad, cada vez tenemos menos límites para cuestionarlos o incluso agredirlos, incluso delante de nuestros propios hijos e hijas.
Por eso, declarar las prestaciones que materializan el derecho humano a la educación, un servicio esencial, debe ir acompañado de políticas públicas que revaloricen la autonomía de las escuelas y las condiciones y capacidades de sus equipos para abordar los conflictos. Eso es comprender la educación como un servicio esencial, revalorizar la escuela y fortalecer la autonomía de las comunidades educativas. Porque el modo en que enfrentamos y resolvemos los conflictos y las diferencias en las escuelas es también una forma de educar.
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