Raúl Aravena Lisboa y Gustavo Aravena Gallardo, padre e hijo formalizados por matar al presunto autor de un portonazo, narran su experiencia tras aquella mañana del primero de agosto de este año en San Bernardo.

El lunes 1, Gustavo, de 32 años, sacó su vehículo Mitsubishi blanco del estacionamiento de su casa para ir a trabajar. Cuando estaba cerrando el portón, vio que un automóvil verde se detenía frente al domicilio. En éste iban cuatro personas, pero sólo uno descendió.

De acuerdo a su relato, se trataba de Juan Andrés Toro Jorquera, de 27 años, quien se subió al auto de Gustavo y huyó.

Junto a su padre lo persiguieron para golpearlo hasta causarle la muerte, aun cuando el joven se había bajado del vehículo y arrancaba a pie, según sostiene la fiscalía.

Ambos quedaron detenidos y quedaron en prisión preventiva tras ser formalizados, ya que el tribunal desestimó la legítima defensa y el robo con intimidación.

Padre e hijo pasaron así 18 días en la cárcel Santiago 1 hasta que la fiscalía pidió modificar la cautelar, y quedaron con arresto domiciliario total.

Este incidente dividió al país entre quienes apoyan el actuar de los imputados y los que condenan el asesinato de un supuesto delincuente.

Paso por Santiago 1

Nunca habían pisado un recinto carcelario y apenas llegaron comenzaron los problemas. “Clasificación” fue el primer destino de los dos. Allí se determina el módulo al que arribaran los internos según la peligrosidad. “Había unos 15 reos y dos nos reconocieron. Empezaron a acercarse a mí a pegarme. Me gritaban ‘matachoro’ y que adentro iban a arreglar cuentas”, sostiene Gustavo en entrevista con el diario El Mercurio.

Raúl Aravena, de 58 años, dice que iba más asustado: “Reconozco que soy cobarde. Si pasaba algo, tenía que defenderme, pensaba. Nos sacaron las cadenas de las manos y de los pies y nos llevaron al módulo 36”, el que supuestamente sería tranquilo.

Por su parte, Gustavo caminaba con la cabeza agachada, pese a que les habían aconsejado andar con la cabeza en alto. “Pero es que cuando pasábamos al lado de una reja, nos reconocían y los tipos altiro nos gritaban cuestiones”, explica.

Si bien ambos respondían que llegaron ahí por tráfico, como les recomendaron, pronto fueron descubiertos al salir en la televisión. “Ahí mi papá se puso a llorar, por miedo yo creo, porque había tantos reos”, relata el hombre de 32 años.

Eso sí, aclara que en la cárcel “nunca se sintieron respetables. Yo pasaba frente a un módulo y me tapaban a garabatos. En ningún momento me sentí seguro. Gendarmería sabía que nosotros no éramos delincuentes, entonces ellos nos cuidaron hasta el último. Y también un grupo de reos que estaban en ese módulo que era de conducta, para salir luego a sus casas. Hicieron una reunión entre todos y dijeron que nadie tenía que decir que nosotros estábamos ahí, para protegernos”.

Incluso los mismos internos con quienes compartieron les estregaron ropa limpia y llamaron a un peluquero para que les cortara el pelo, con el fin de cambiarles el aspecto y que aquellos que les gritaban “matachoros” no los reconocieran.

Posteriormente fueron trasladados al módulo 36, donde estaban los “homicidas, violadores, estafadores que no eran flaites”, explican.

El padre sostiene que no dormía pensando en lo que había ocurrido. A las 8 se levantaban y a las 9 los sacaban a una especie de gimnasio al aire libre, donde caminaban en círculo y conversaban. Cuando había visita o chequeo médico, debían recorrer cerca de 800 metros, lo que se volvía dramático para ambos, ya que se cruzaban con reos de otros módulos y recibían amenazas de todo tipo.

Gustavo Aravena teme, ya que asegura que quienes acompañaban en el portonazo a Toro Jorquera son del Barrio Yungay, también de San Bernardo. “Yo no me quiero arriesgar. Tengo dos hijos, tengo polola, tengo a mis padres. Cuando pueda retomar mi vida, después del trabajo a la casa nomás porque me da miedo. En este momento yo estoy tranquilo aquí adentro, pero allá afuera…”, remarca.

¿Lecciones?

“Estamos en Chile. ¿Qué le puedo decir? Hay que dejar que a uno le roben, que le quiten todo nomás porque no se puede hacer nada”, lamenta el hijo, que descarta ser materialista, como fue calificado.

Respecto a las detenciones ciudadanas, agrega que éstas tienen sentido “en el hecho de que de repente uno lo hace por miedo. Miedo que ellos vengan a la casa quizás a cobrar venganza. Quizás lo hice por miedo. Eso más que nada. Uno siempre quiere vivir en paz, tranquilo. Y que a uno le pase esto…”

No obstante, dice que no aconsejaría las aprehensiones de este tipo a las personas, “para no cometer, quizás, el error que nos pasó a nosotros”.

Por otra parte, el padre lamenta que nadie les prestara ayuda cuando la pidió en el momento del incidente. “Yo empecé a pedir ayuda. Él estaba vivo. Había 3 ó 4 personas ahí y nadie me prestó ayuda. Una pura persona que se me acercó en una camioneta cerrada me dijo ‘Yo voy a llamar a los carabineros"”.

En ese sentido les diría a aquellas personas “que siempre deben ayudar a quien está como nosotros. Porque ahí, a lo mejor, si se hubiera acercado gente a ayudarnos, no hubiera pasado esto que pasó”.

“Yo pienso que hasta el día de mi muerte voy a estar afectado con esto que pasó. Ésta es como una pesadilla que no tiene fin”, remató Gustavo.

Para ambos la peor etapa fue el paso por la cárcel, pero coinciden en que lo que más les ha ayudado ha sido el apoyo que han recibido de la gente, aseguran.