Decir malas palabras aumenta la tolerancia al dolor y disminuye su percepción. Sin embargo, cuanto más maldecimos, menos potentes emocionalmente se vuelven las palabras.

A todos nos ha pasado: estás caminando descalzo en tu casa y accidentalmente golpeaste tus dedos con la esquina de un mueble. Probablemente, a eso le siguió un contundente juego de palabrotas que maldijeron en tu cabeza el momento en que se te olvidó ponerte zapatos.

Maldecir es una respuesta tan común al dolor que tiene que haber una razón subyacente sobre por qué lo hacemos. Al menos, eso se preguntó el psicólogo Richard Stephens, autor del estudio “Maldiciendo como respuesta al dolor”.

Decir groserías alivia el dolor, según estudio

En 2009, Stephens reunió a un grupo de 67 personas para llevar a cabo un experimento, donde evaluaría la tolerancia al dolor de las personas, dependiendo de si decían o no garabatos. Se observó si maldecir afectaba la tolerancia del dolor que produce el frío, evaluando la capacidad de soportar sumergir la mano en agua helada.

Esto se llevó a cabo evaluando las respuestas al dolor de los participantes al repetir una “mala palabra” de su elección, versus una palabra neutral. Además, se exploraron las diferencias de sexo y el papel del dolor catastrófico, el miedo al dolor y el rasgo de ansiedad.

Tras el experimento, se demostró que decir malas palabras aumentó la tolerancia al dolor, disminuyendo su percepción en comparación con no decir malas palabras. Se concluyó que el efecto de alivio del dolor puede ocurrir porque decir malas palabras induce una respuesta de lucha o huida y anula el vínculo entre el miedo al dolor y la percepción del dolor.

Sin embargo, hay un inconveniente: cuanto más maldecimos, menos potentes emocionalmente se vuelven las palabras, advierte el psicólogo. Sin emoción, todo lo que queda de una palabra malsonante es la palabra misma, poco probable de calmar el dolor de alguien.

¿Por qué decimos groserías al sentir dolor?

Los efectos físicos de maldecir no están claros, pero los investigadores especulan que está vinculado a la parte primitiva del cerebro relacionada con las emociones. Estudios anteriores han demostrado que las groserías dependen de estructuras evolutivamente antiguas enterradas en lo profundo del hemisferio derecho.

Según consignó en su momento la revista Scientific American, esta explicación es respaldada por otros expertos, como el psicólogo Steven Pinker de la Universidad de Harvard. Este comparó la situación con lo que sucede en el cerebro de un gato al que alguien se sienta accidentalmente.

“Sospecho que maldecir aprovecha un reflejo defensivo en el cual un animal que de repente está herido o confinado estalla en una lucha furiosa, acompañada de una vocalización enojada, para sorprender e intimidar a un atacante”, dijo.

En casos extremos, la conexión directa al sistema emocional del cerebro puede hacer que maldecir sea perjudicial, como cuando la ira en la carretera se convierte en violencia física. Pero cuando el martillo resbala, algunas malas palabras bien elegidas podrían ayudar a atenuar el dolor.

“Le recomendaría a las personas que, si se hacen daño, digan groserías”, agregó Stephens.