En el año 1990 Chile ratificó a la Convención Internacional de los Derechos del Niño, con el objetivo de proteger a los niños, niñas y adolescentes de todas las formas de violencia mediante acciones y medidas preventivas. Con esto, el Estado se comprometió a llevar cambios institucionales para cumplir con las obligaciones contraídas y, si bien se han realizado avances para coordinar la institucionalidad con los estándares de la Convención, aún existen brechas entre lo que se declara y nuestra normativa, por lo que persisten elementos de los que debemos hacernos cargo (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2017).

De hecho, desde finales de los años 90 se discute sobre la necesidad de una Ley de Garantías para dar pie a la creación de un Sistema de Garantías de Protección Integral a la Niñez, con el fin de adecuar de mejor forma nuestra legislación a la Convención de Derechos del Niño. Así, una Ley de Garantías de la Niñez ha sido una demanda desde instituciones como UNICEF, quienes hicieron llamados a aprobar este proyecto para que el país contara con un sistema de protección integral de la infancia y adolescencia, que debía hacerse con urgencia, pues “Chile es el único país que no cuenta con una ley o un código de protección integral para la niñez” y “la normativa actual de protección a la infancia, vigente en Chile, no está bajo el marco de integralidad de los derechos que rige la Convención, y contempla la actuación del Estado en favor de los niños, niñas y adolescentes solo cuando ya se han vulnerado sus derechos” (Comunicado de prensa UNICEF, 2019).

Esta preocupación también encuentra su justificación en que, a años de distancia de la Convención, aún vemos que en Chile las adversidades en la niñez siguen presentes. Esto refiere a los abusos u otras experiencias dañinas vividas durante la niñez y adolescencia, tales como abuso físico o emocional, violencia intrafamiliar, negligencias, abuso sexual, acoso escolar, que no solo son importantes de observar por sí mismas, sino que también por su asociación con factores de riesgos y trastornos de salud física y mental durante la adultez (Felitti, 1998; Finkelhorn et al., 2015).

De acuerdo con datos de la Subsecretaría del de la Prevención del Delito (2017), la prevalencia de violencia intrafamiliar presentó un aumento de un 18% a un 21% en el 2017 en hogares chilenos. Resultados en la misma línea se pueden observar en el informe de la Encuesta Longitudinal de Primera Infancia (ELPI 2017), que registra un alto reporte de uso declarado de métodos violentos (como la agresión psicológica y los castigos físicos) en la crianza: un 62,5% de los adultos en el hogar declaran haber usado con niños o niñas de cinco o más años algún método violento de disciplina durante el mes pasado (Ministerio de Desarrollo Social y Familia & Subsecretaría de la Niñez, 2020).

También, cabe mencionar los resultados obtenidos en el estudio que realizamos para UNICEF durante el 2020 y 2021 que, si bien se encontró que la prevalencia de violencia en la crianza es menor a la que indica ELPI (27,4% de prevalencia de violencia general física y psicológica), ésta aún sigue siendo significativa, sobre todo la violencia psicológica, pues un 22% de los cuidadores/as reportó que le gritó al niño/a a cargo durante el mes pasado (Centro de Estudios Justicia y Sociedad, Dirección de Estudios Sociales & UNICEF, 2021).

Adicionalmente, de acuerdo con la Primera Encuesta Nacional de Polivictimización en el país (2018), un 46% de los estudiantes (entre 12 y 17 años) ha sufrido al menos un episodio de delito común (ataques o robos), un 34% ha sufrido al menos una situación de maltrato por parte de sus cuidadores, y un 65% ha sufrido al menos una victimización indirecta en la comunidad (como presenciar violencia, discriminación, violencia en la familia). Además, se observó que un mayor número de victimizaciones vividas está asociada a un mayor reporte de síntomas depresivos (Subsecretaría de Prevención del Delito & DESUC, 2018).

De igual forma, las adversidades en la niñez en Chile se pueden ilustrar con los recientes resultados obtenidos de la Primera Encuesta Nacional de Abuso Sexual y Adversidades en la Niñez (2022) que realizó el Centro de Investigación del Abuso y la Adversidad Temprana (CUIDA-UC) y que contó con colaboración nuestra.

Esta encuesta representativa a nivel nacional fue realizada a personas mayores de edad, a quienes se les preguntó de manera retrospectiva sobre experiencias de abuso y vulneración vividas en la niñez. Se obtuvo una prevalencia general de abuso sexual infantil en Chile de un 18%. Esta cifra presenta diferencias significativas según sexo, pues es mayor entre las mujeres, con un 28% de prevalencia de abuso sexual infantil, en contraposición a un 8% entre los hombres. Además, se pudo observar que la mayoría de estos abusos ocurrió cuando la víctima tenía entre 6 a 12 años (55%), y cuando tenía 13 a 17 años (32%). El ofensor resultó ser mayoritariamente un conocido familiar (41%) o conocido no familiar (36%), solo en un 24% de los casos era completamente desconocido.

Por lo demás, en la encuesta se consultó por adversidades vividas durante la niñez y adolescencia, según el inventario llamado ACE-Q de uso difundido en estudios de este tipo. Lo que se obtuvo fue que un 79% de las personas vivió al menos una adversidad en la niñez de manera frecuente, y un 24% vivió 4 o más. De las experiencias dañinas durante la niñez, destaca la ausencia y/o separación de padres (43%), la negligencia emocional (31%), la violencia intrafamiliar (30%) y haber convivido con una persona con problemas con alcohol o drogas (22%). En este caso las diferencias según género son mucho menores que en abuso sexual: de las mujeres un 80% vivió al menos una adversidad frecuentemente y un 25% ha vivido 4 o más adversidades, mientras que estas cifras son un 77% y un 22% para los hombres, respectivamente.

Las diferencias de género reaparecen, sin embargo, cuando se consideran adversidades tardías, es decir aquellas que ocurren en la vida adulta de una persona. En cuanto a salud mental en la adultez, un 37% de las mujeres ha tenido al menos un trastorno de salud mental diagnosticado por un/a profesional de la salud alguna vez en su vida, mientras que esto es de un 23% entre los hombres. Este resultado puede estar relacionado con la mayor prevalencia de abuso sexual que enfrentan las mujeres desde temprana edad.

Todos los datos reseñados dan cuenta no solo del gran número y la importancia de las experiencias negativas durante la niñez y adolescencia, sino también de una persistencia de los métodos violentos de disciplina y la victimización entre niños, niñas y adolescentes. Esto puede tener diversas explicaciones, en donde se conjugan distintos niveles que inciden de manera conjunta.

Hay explicaciones culturales que se relacionan con la normalización de la violencia hacia niños/as, pero también tiene que ver con las políticas públicas, el apoyo de instituciones, las competencias parentales y las propias experiencias individuales (Maternowska & Fry, 2015). Ejemplos de esto encontramos en que las personas que recibieron violencia física en su niñez o adolescencia son quienes presentan una mayor prevalencia de prácticas violentas en la crianza, replicando el patrón que ellos/as mismos vivieron. También, en que solo la mitad de los cuidadores/as tiene actitudes en contra de la violencia psicológica como método de crianza, y que un 50% de los cuidadores/as considera al menos una práctica violenta de crianza como efectiva (Centro de Estudios Justicia y Sociedad UC, Dirección de Estudios Sociales UC & UNICEF, 2021).

Con esto, lo que quisiera subrayar es la necesidad de una protección integral con una mirada interinstitucional, que se despliegue en distintas esferas de la vida, considerando que los datos demuestran que las adversidades se dan en diversos contextos y niveles.

Dicho esto, hoy en día vemos avances en esta dirección en la actual propuesta de Constitución Política de la República, donde se reconocen constitucionalmente estándares de la Convención, como el interés superior del niño, el derecho a ser escuchado y participar, la autonomía progresiva y el desarrollo integral. Además, también se plantea un enfoque de género, el cual es un elemento que se debe valorar, considerando las brechas en esta materia anteriormente mencionadas, en donde las mujeres presentan una peor situación. Pero, lo más destacable es la creación de un sistema de protección integral:

“La ley establecerá un sistema de protección integral de garantías de los derechos de niñas, niños y adolescentes, a través del cual establecerá responsabilidades específicas de los poderes y órganos del Estado, su deber de trabajo intersectorial y coordinado para asegurar la prevención de la violencia en su contra y la promoción y protección efectiva de sus derechos. El Estado asegurará por medio de este sistema que, ante amenaza o vulneración de derechos, existan mecanismos para su restitución, sanción y reparación”.

(Artículo 26 de la actual propuesta de Constitución)

Tener un marco de protección integral de la infancia y adolescencia avalado por la Constitución es un avance sumamente relevante, ya que los datos expuestos demuestran un problema que vuelve urgente contar con esta ley de protección. Un sistema de estas características implica una gestión desde el Estado para trabajar de manera intersectorial y coordinada para el resguardo de los derechos de este grupo de la población. Lo cual es crucial, considerando que los niños, niñas y adolescentes enfrentan adversidades en diferentes dimensiones y etapas de sus vidas: a distintas edades, en sus familias u hogares, colegios, barrios, comunidades y entre sus pares. Por lo que el Estado y la protección de la niñez y adolescencia debe estar presente en todas estas esferas, tanto desde la prevención como desde la actuación frente a una vulneración de derechos. Y un sistema de protección integral a la niñez como el que se propone es un progreso decisivo, ya que se haría cargo de promover y resguardar los derechos de este grupo en distintos ámbitos, e involucrando también a diversos actores clave.

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