Una alumna de mi curso “Liderazgo y Emprendimiento”, se me acercó durante la pandemia para ver qué podía hacer para apoyar a su familia durante la pandemia. La idea, era hacer un negocio a partir de lo que ella llevaba haciendo hace algún tiempo. Vende brazo de reina. Ese es su negocio.

La estudiante de Ingeniería calculó con un recurso del INE cuánta gente entre 18 y 34 años -la gente que puede comprar- vive en su cuadra. La respuesta fueron 500 personas. Cotizó un horno industrial, tramitó permisos y durante la crisis sanitaria vendió más de 100 brazos de reina semanales.

Durante la cuarentena, 1.373.000 personas que viven en Chile perdieron sus empleos y un 28% de trabajadores asalariados vio reducido su sueldo, generalmente asociado a bonos y horas extras. Ahora, en un escenario cercano a la normalidad, 9 de cada 10 personas han vuelto a trabajar y en el caso de las mujeres, sólo el 45% ha retomado un empleo formal.

La mayor parte del tiempo, el emprendimiento se asocia con la innovación tecnológica. En la práctica, fabricar un invento y venderlo. No está mal como estrategia de desarrollo de este ámbito en particular. Pero surge un problema cuando los programas, cursos o el apoyo público al emprendimiento, se enfoca de manera predominante en asuntos como la electro movilidad, tecnologías de la información o startups que nacen de algoritmos que cuentan con alas para ser unicornios. Áreas que muchas personas con el ánimo de emprender, tienen que dominar primero antes de pensar en concretar y llevar adelante un negocio.

Las fuerzas para emprender necesitan otros activos. Durante la pandemia, vimos como al interior de las comunidades se multiplicaron los emprendimientos. Esto nos ayuda a ilustrar que una de las motivaciones principales para armar un negocio es la necesidad económica, en este caso generada por la emergencia sanitaria, que profundizó la crisis del empleo formal. No es casualidad que la academia le llame a este tipo de emprendimiento, emprendimiento de emergencia.

Cuando hacemos el ejercicio de imaginar un emprendimiento, las personas en general y los jóvenes en particular, piensan en sus hobbies, en sus pasiones. Toda la gente es emprendedora en lo que sabe, en lo que maneja. Es una de las razones que explica la cantidad de carritos de distinto tamaño y esmero fabricando completos o sopaipillas. Sus gestores saben como fluctúa el precio de los insumos y el comportamiento del público, ahora convertido en mercado.

Las investigaciones teóricas sobre el emprendimiento, han aceptado la descripción de cinco características de una persona con “intención emprendedora”. Popularizadas desde el mundo anglosajón como los “big five” de la personalidad: apertura a nuevas experiencias, responsabilidad, extroversión, amabilidad, y estabilidad emocional. Los autores han dedicado su tiempo especialmente a partir de las primeras décadas de este siglo, a introducir variables en estos “big five”.

Para mí, son los “Big Five + 1”, ya que uno de los activos más importantes del emprendimiento es el conocimiento previo. El entorno en el que se desarrollan las personas que deciden emprender. Por esta razón, el tema de fondo en una sociedad que quiere fomentar la creación de valor desde la perspectiva individual y colectiva implica fortalecer el tejido social, otorgando acceso masivo a las herramientas de conocimiento que permitan dotar con más recursos a las personas que tengan menos redes a partir de su origen social menos favorecido.

El éxito empresarial parte por “la chispa emprendedora”, pero es la sociedad y especialmente las políticas públicas de fomento a la calidad de la educación y postulaciones sencillas, las que faciliten el acceso a cursos de formación, y no espanten a los postulantes, quienes deben entregar las herramientas para que las personas se conviertan en futuras y exitosas emprendedoras.

Jorge Torres, académico Facultad Ciencias de la Ingeniería Universidad de Santiago.

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