En el fondo, su forma de gobernar apunta a crear las condiciones de una dictadura personalizada, lo que parecía imposible hace unos años y que hoy constatamos con claras evidencias. No son pocos quienes piensan que, con este Donald, los Estados Unidos dan un giro hacia el autoritarismo.
Excluyendo la cadena de comida sanguchera que lleva el prefijo Mc, existen dos Donald que habrán marcado la historia.
El primero es el pato Donald, célebre personaje de Walt Disney. Un ave de temperamento explosivo y voz gangosa; algo lento, un tanto torpe, pero de actuar perseverante. Generalmente, aparece junto a sus tres sobrinos: Hugo, Paco y Luis.
Me sorprendió saber, durante mis años universitarios, que existían sendos estudios sociológicos y publicaciones acerca de la ideología que esas tiras cómicas transmitían. El académico y escritor chileno Ariel Dorfman, junto al sociólogo belga Armand Mattelart, escribieron un libro, en 1971, que alcanzó notoriedad en los medios intelectuales, titulado “Cómo leer al Pato Donald”. El ensayo —que a decir de sus autores era una suerte de “manual de descolonización”— analiza las historietas de Walt Disney en su relación con el mercado latinoamericano. Pero nuestro propósito no es ahondar en este tema, ya que el Donald al que quisiéramos referirnos es el otro.
Un presidente fuera de norma
Por su indisciplina en el colegio, el padre lo internó en una escuela militar y su biografía dice que luego estudió comercio y finanzas en la Universidad de Pensilvania. La pasión por el dinero lo llevó a los negocios de su padre muy rápidamente y, como empresario, alcanzó éxito, transformándose en multimillonario. Permanentemente rodeado de chicas, se dedicó al golf, se hizo mediático en la televisión basura y se jactó de pagar pocos impuestos. Eso fue hasta que, dentro de la megalomanía que le conocemos, decidió entrar en política.
El vacío cultural en los Estados Unidos no explica por sí solo su elección. Fueron principalmente la clase obrera, agricultores del medio oeste, desempleados y conservadores quienes votaron por Trump. Durante su primera administración, el mundo pudo observar su personalidad y sus excesos, desde la negación de la pandemia a las injurias contra todo opositor.
Virulento en el tono, amenazante en las palabras, ignorante en los asuntos públicos e internacionales, Trump no dejó huellas. Pero optó por representarse y le fue mal. Antes de entregar el mando, desconoció el resultado de las urnas, llamando a sus huestes afiebradas a la insurrección. Muchos de ellos, incluso armados, intentaron tomarse el Congreso.
Agreguemos que Trump ha sido condenado después por soborno para silenciar a la actriz porno Stormy Daniels, y acusado de conspiración, de buscar descontar votos legítimos para subvertir los resultados de las elecciones perdidas. En agosto de 2023, fue imputado por 13 delitos, entre otros, violación de la ley sobre organizaciones corruptas y mafiosas, violación de juramento, falsificación con agravantes, documentación falsa…Un caso inédito en los Estados Unidos.
Un Donald fuera de control
Pero las imputaciones y condenas no fueron suficientes y Trump se presentó nuevamente a la presidencia, ganando ampliamente la elección. Esta vez, hasta los latinos estuvieron de su lado. Desde los primeros días de gobierno supimos que no repetiría su primer mandato. Era un Trump más arrogante el que llegaba, y lo hacía con unas ansias locas de venganza. Su aspiración estaba clara: con el apoyo de grandes magnates del mundo tecnológico, pretendía transformarse en un autócrata que, habiendo sido designado por el pueblo, utiliza la legitimidad que le confieren las urnas para aniquilar el sistema democrático.
Convencido de poseer una verdad revelada en la que él ocupa el rol de protagonista, este Donald se asemeja a los caudillos sudacas, para quienes las instituciones existen únicamente en su beneficio personal; salvo que este se encuentra a la cabeza de la primera potencia del planeta, esa que puede exterminar al mundo en una de sus rabietas infantiles, un arrebato, un suspiro de despecho o de encono, como los que ya le hemos visto.
El Donald que observamos hoy es aquel del índice amenazante, la mirada desafiante en un rostro siempre edulcorado, alzando ante las cámaras sus decretos con aranceles arbitrarios que son como latigazos que buscan dañar y humillar. El de los ataques a las agencias estatales, quien ha sacado a los militares a las calles para amedrentar a diestra y siniestra, sobre todo a negros y mulatos. El del odio a los inmigrantes, a la ciencia, a sus opositores, a la FED, a sus exaliados empresarios hoy disidentes, a los medios de comunicación; el de la negación del cambio climático y las energías limpias, el de las fanfarronadas y groserías en público, con su extrema ignorancia de por medio reflejada en actos y opiniones aberrantes, propias de un ser permanentemente fuera de sus casillas.
Muchas de sus “actuaciones” reflejan el desprecio al Estado de Derecho y la democracia. En el fondo, su forma de gobernar apunta a crear las condiciones de una dictadura personalizada, lo que parecía imposible hace unos años y que hoy constatamos con claras evidencias. No son pocos quienes piensan que, con este Donald, los Estados Unidos dan un giro hacia el autoritarismo.
Un Donald frente al mundo
En el ámbito internacional, las pretensiones de Trump de hacerse de Groenlandia, controlar el Canal de Panamá, anexar Canadá, intervenir militarmente en México, van quedando en el tintero. Después de su fracasado encuentro con Putin en Alaska, prefiere bombardear lanchas venezolanas en aguas internacionales, supuestamente con drogas, como los filibusteros de otrora, en violación total del derecho internacional.
Haber escuchado su reciente discurso ante la Asamblea General de la ONU fue adentrarse en la paranoia del poder más arbitrario, en la personalización enfermiza de quien se siente un guía supremo, ya no de su país, sino del mundo. Se atribuyó el poder de decretar la paz y la guerra y separar a los beligerantes en un santiamén, dictando pautas para toda la humanidad. En otras palabras, el nuevo mesías que ha llegado para salvarnos, vaya uno a saber de qué peligros y demonios.
Sus recientes gestiones para negociar un alto al fuego e intercambio de rehenes por prisioneros entre Israel y Hamas lo condujeron a pensar (sic) obsesivamente que podía ser merecedor del Premio Nobel de la Paz. Sí, como lo lee: del Premio Nobel de la Paz. Su decepción debe haber sido grande al enterarse de que fue nada menos que María Corina Machado, la digna luchadora contra la dictadura chavista venezolana, quien lo recibió. Como el graznido de un pato herido, la declaración oficial de la Casa Blanca expresó que se había “preferido la política antes que la paz”. ¡Patético!
Creemos que es posible afirmar que, en los meses de su segundo mandato, los Estados Unidos han pasado a ser una potencia gobernada por un aprendiz de tirano que no solo se aparta del estado de derecho, sino que hasta se jacta de hacerlo cuando él, y solo él, lo decide, a su antojo, a piacere.
¿Fascismo? ¿Democracia iliberal? ¿Dictadura presidencial? ¿Autoritarismo de un nuevo tipo? Habrá a lo mejor que acuñar alguna definición para describir este fenómeno de transformación política acelerada que experimenta Estados Unidos. Dejaremos esas interpretaciones a quienes tienen más tiempo para pensar en ellas y publicar algunos papers para crear doctrina académica.
Por nuestra parte, desconcertados frente al absurdo, nos contentamos con afirmar que, entre los dos Donald conocidos, optamos sin reserva por el inofensivo pato de Walt Disney.
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