El mundo mira, calcula, negocia...mientras un pueblo es aniquilado a la luz del día. Y así, el crimen se convierte en costumbre, y la costumbre, en indiferencia.
Cuando escuchas la palabra Gaza, tal vez pienses en un lugar lejano, en una franja de tierra que el mapa apenas alcanza a contener. Tal vez recuerdes titulares que se repiten como un eco: bombardeos, cuerpos, niños cubiertos de polvo. Y creas que eso ocurre en otra parte del mundo, en otra vida, en otro destino que no te pertenece.
No eres tú quien muere. No es tu familia la que corre entre ruinas. No es tu país el que sangra.
Te han contado que es un conflicto eterno, que allí pelean religiones, que Israel es “la única democracia de Oriente”, que hizo florecer el desierto. Te han dicho que los árabes son violentos, que el problema es el islam. Pero esas frases prefabricadas no son historia: son excusas. Son el perfume con que se disfraza la barbarie.
Desde octubre de 2023, más de 65 mil palestinos han sido asesinados, entre ellos 18 mil niños y niñas. Dos millones de personas —el 80% de la población— han sido desplazadas, y el 70% de las viviendas está destruido o inhabitable.
Piensa, por un momento, que no son números. Imagina que entre ellos están tus hijos, tus hermanos, tus padres. Cada niño palestino asesinado es la infancia del mundo que muere con él. Cada mujer que cava con sus manos entre los escombros busca lo mismo que tú: la dignidad de existir sin miedo.
En enero de 2024, el Tribunal Internacional de Justicia declaró que existen indicios plausibles de genocidio cometidos por Israel y ordenó medidas urgentes para detener la matanza y permitir el ingreso de ayuda humanitaria. Israel las ignoró. La ofensiva continúa. El bloqueo impide el paso de alimentos, combustible y agua.
El hambre se ha vuelto un arma, y el silencio, su cómplice. En palabras de Francesca Albanese, relatora especial de la ONU, “Israel lleva a cabo una política de destrucción deliberada de un pueblo”. Y así ocurre: no hay escuelas, ni hospitales, ni templos; solo polvo, fosas y ruinas.
Gaza es un espejo
Pero Gaza no es solo Gaza. Gaza es un espejo. En él se refleja la medida exacta de nuestra humanidad. Si aceptas que miles de niños sean asesinados, que hospitales sean arrasados, que un pueblo entero viva bajo asedio, ¿qué queda de nosotros? ¿Qué sentido tiene entonces la promesa de “Nunca más”?
Cada misil que cae sobre Gaza no destruye solo piedra y cemento: destruye la idea de justicia. Destruye la fe en el derecho internacional, en la Carta de las Naciones Unidas, en los Convenios de Ginebra. Destruye, sobre todo, la credibilidad moral de las potencias que callan.
El mundo mira, calcula, negocia…mientras un pueblo es aniquilado a la luz del día. Y así, el crimen se convierte en costumbre, y la costumbre, en indiferencia.
¿Te debería importar Gaza? Claro que sí. Porque lo que allí se normaliza puede repetirse en cualquier parte. Cuando el derecho internacional se vuelve un papel sin alma, ningún pueblo está a salvo. La indiferencia de hoy será la impunidad de mañana.
No se trata de política: se trata de ética. De reconocer que cada niño bajo los escombros podría ser tu hijo, que cada madre que llora frente a una fosa podría ser la tuya.
Que lo que piden no es venganza, sino vida. No poder, sino pan. No más genocidio.
Hace muchos años el mundo prometió que “Nunca más”. Y, sin embargo, aquí estamos otra vez: dos años de genocidio impune y una promesa desvanecida entre los gritos de una franja costera hecha de ruinas y cadáveres, mientras el perpetrador y sus cómplices justifican la muerte y negocian la compasión.
A dos años del genocidio, Gaza importa más que nunca. Porque no es solo Gaza: es el espejo donde el mundo se mira y descubre hasta dónde ha caído.
Y si el mundo cae, nosotros caeremos con él.
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