Nada más movilizador políticamente que la frustración y el despecho, y en determinadas circunstancias –qué duda cabe- devienen votos que deciden.

Todo lo que políticamente está pasando, este revoltijo del que esperamos estupores diarios, ya ocurrió en Eso no puede pasar aquí (1935), la novela distópica de Sinclair Lewis, el primer Nobel de Literatura norteamericano.

El escritor hizo brotar el fascismo del propio subsuelo norteamericano anegando todas las capas de la sociedad, y lo exhibió como un contenido latente sin necesidad de operaciones forzadas o por un mero antojo de la imaginación. Asistimos, por el contrario, a una progresión fundada, “lógica”, de esta ideología cutánea.

Este fascismo yankee no sería una mera importación política europea, un trasplante Frankenstein que muestra los costurones y los pernos algo sueltos de una ideología foránea que llega dando zancadas inarmónicas, sino un contenido que está ahí, en las inmediaciones, en el núcleo de las propias familias norteamericanas, en el cotidiano de las relaciones interpersonales de cualquiera.

No hay en la novela estrato social ni evento público o privado que no exhiba el proceso de incubación. En una cena de las damas del Rotary Club de Forth Beulah en el “hermoso comedor del Hotel Wessex”, el general de brigada Herbert Y. Edgeways (r), se despacha las siguientes declaraciones que ya nos dan el tono: “debemos estar preparados para defender nuestras costas contra todas las bandas extranjeras de mafiosos internacionales que se hacen llamar gobiernos”. ¿No hemos oído esto recientemente, acaso?

Junto a estos vociferantes de atril por ahora, hay otras piezas más finas, graciosas, pero de un fanatismo que no destiñe. A estos engranajes de la retaguardia Lewis las trata con una elegancia satírica magistral. Se trata de Adelaide Tarr Gimmitch –vestida de traje de noche en esta misma velada rotaria-, “famosa por su valiente campaña contra el sufragio [femenino] en 1919” (¡¡¡).

Doña Adelaide se embarcaba en campañas de saneamiento público para “mantener la pureza del hogar estadounidense al excluir de la industria cinematográfica a todas las personas, actores, directores o camarógrafos que: a) hubieran estado divorciados; b) hubieran nacido en cualquier país extranjero, excepto Gran Bretaña, ya que la Sra. Gimmitch tenía en muy alta estima a la Reina María, o c) se hubieran negado a prestar juramento de reverenciar la Bandera, la Constitución, la Biblia y todas las demás instituciones peculiarmente estadounidenses”.

El que viene escalando y a cambiarlo todo –el Savonarola en Cadillac- es el senador y candidato a la presidencia Buzz Windrip, quien va a “mostrarle al mundo que somos la nación más ruda que existe”. Ya antes como gobernador cuadruplicó la milicia estatal, y cuando el fiscal general lo acusó de la estafa de doscientos mil dólares en impuestos, ordenó a la milicia ocupar el Capitolio con ametralladoras y expulsar a sus contradictores.

Buzz es el tipo de cuidado, ha elaborado un programa de gran impacto: las fuerzas armadas ampliarán sus presupuestos constantemente; a los negros se les prohibirá votar, ocupar cargos públicos, ejercer la abogacía; insta a las mujeres a dejar sus trabajos y volver a los hogares a sus labores domésticas de siempre; el congreso tendrá sólo un carácter consultivo; derecho a la propiedad privada ad aeternum. Discursea contra los ricos y los ricos votan por él.

Y finalmente sale elegido “en un año en que el electorado tenía hambre de emociones juguetonas”. Lo primero es integrar a las milicias de los Minute Men al ejército; estas milicias arrestan a más de cien congresistas que se oponen al control del congreso por el ejecutivo. Huelgas y protestas en todo el país. Represión sangrienta y creación de campos de reeducación. Cada universidad tendrá un batallón de milicias y los estudiantes serán instruidos como oficiales.

A Buzz Windrip lo encontraban vulgar pero era el único que podría animar un “comercio mundial eficiente”. Por parlantes, a cada rato, se habla de la Nueva Civilización; se anuncia al mundo que la cesantía ha desaparecido casi por completo. Lewis no deja en pie ni a los más ilustrados exponiendo situaciones hilarantes: dos exprofesores de filosofía se convierten en guardaespaldas del secretario de Educación.

En política exterior Windrip estaba enojado porque México, Canadá y Sudamérica respondían con brusquedad a sus notas diplomáticas y no mostraban disposición a unirse a su imperio. Y las peripecias continúan movilizando un arco de personajes de todo tipo, psicologías endebles y otras agazapadas esperando su oportunidad de revancha, hasta los intragolpes y traiciones del caso.

Voy a armar una frase en la que no deja de resonar algo: el fascismo sería una especie de sudario desprendido del socialismo, la versión negativa de una experiencia frustrante, un tipo de despecho en que se han inscrito las heridas y los dolores de un cuerpo al que se pertenecía. Nada más movilizador políticamente que la frustración y el despecho, y en determinadas circunstancias –qué duda cabe- devienen votos que deciden.

El fascismo vívido, en la experiencia, no viene de Italia ni Alemania, sino de las relaciones cotidianas, se puede crear fascismo en los nudos interpersonales, en conexiones ligeras o de tuición y dependencia, en la apelación argumental desactualizada o falsa.

Traería a colación las reflexiones del filósofo alemán Ernst Bloch en Herencia de esta época, quien observó el alza nazi in situ en los años 20/30. Uno de sus postulados es la “acontemporaneidad”, es decir, no todos viven en un mismo ahora. Ese ahora se colma de pasado, y ya en ese modo no es nada impertinente ansiar un retorno, pero un retorno colonizado de mito, folklore, verdades a medias, muchas veces versiones ya sin contacto con hechos ciertos, bruma.

Ese lugar de irratio (es la palabra que emplea) y aun de primitivismo adobados en una romantización del ánimo, son el caldo de cultivo de masas desafectadas del presente. A quien Bloch hace responsable de la emergencia fascista es a la propia izquierda por su ignorancia, por el abandono (incomprensión) de la herencia y la tradición, incluso su desprecio; Bloch invita a reexaminar esos contenidos, a darles otra vuelta.