Después de las paladas de crítica negativa y misoginia de cierta censura reaccionaria en torno a Desolación de G. Mistral, el escritor y ensayista Ricardo Latcham escrituró una frase que por fin puso las cosas en su sitio: “(…) su reciente libro, señalará una etapa gloriosa recorrida por el pensamiento femenino en Chile” (La Revista Católica, 1923, n° 525, pág. 932).

Es decir, ya no se trataba de los poemas como el espacio locutorio de una mera expresión del ánimo, o el revelado naturalista de unas imágenes impresas en palabras en que el poema daba lo mismo, sino de un status más denso al que apelar: pensamiento. Esta frase “áurea” -ya centenaria- ha orientado a la poesía chilena en el despliegue de la reflexión de más cepa sobre este ser persona, y del colectivo que somos o no, en determinadas circunstancias.

Editorial Lumen ha publicado La música de la fiebre (2024) antología de la poeta recientemente fallecida Malú Urriola (1967 – 2023), alzando su obra editada, es decir: Piedras rodantes (1988), Dame tu sucio amor (1994), Hija de perra (1998), Nada (2003), Bracea (2007), Vuela (2024, póstumo), Cadáver exquisito (2017), El cuaderno de las cosas inútiles (2022), y cuatro poemas póstumos.

Por tanto, y de acuerdo con Latcham, leemos un algo más que el redil acotado de los poemas de Malú Urriola, asistimos a uno de los tramos de la reflexión chilena de más valía de las últimas décadas. Reflexión poética (sin matema) hoy por hoy intimidada por otras hablas que ni siquiera piensan pero que monopolizan la escena.

Una enseña mayor es Nada. Aquí Urriola ha logrado levantar un domo poético desde su mínimo punto de observación: “Sin olvidar nunca que no nací para nada grande, / que lo mío es lo pequeño, / lo que apenas puedo ver”; aunque sabemos que en poesía lo grande, monumental y desmedido no necesariamente es valioso, ni lo mínimo e insignificante de menor valía.

Una mirada, entonces, hacia la contemplación de aquello excesivo o, para emplear una palabra baudelaireana (sigo a Bachelard en La poética del espacio), lo vasto (vaste) en que se experiencia no sólo un algo ilimitado o desmedido, sino un pensamiento dilatado, sin límites. Escribe Urriola:

“y el cielo es líquido y el mar intangible,
por eso las estrellas nadan y los peces brillan”.

Esa experiencia de lo vasto es un momento de síntesis, une lo contrario y contiguo, enlaza mundo y pensamiento.

Estas mudanzas y experiencias que licúan una resistencia, traen aparejado un cambio de naturaleza; el ser no queda indemne, el mismo, como si fuera una sola destreza de los sentidos: “hay días como hoy en que repliego las alas”; “si fuera una flor sería una flor aérea, / imperceptible, invisible, perforada por la luz”. Somos la posibilidad de una apertura a un devenir de aire ovidiano. De aquí, de esta antropología psíquica, la raigambre de la analogía, la metáfora y otras figuras retóricas en que todo puede ser conectado con todo.

Urriola se ha adentrado tanto en Nada, la escritura discurre con tal poder de vislumbre y delicadeza, que las palabras ya pueden metapoetizar y pensar sobre sí mismas, en la línea de Marianne Moore en “Poesía”, Saint-John Perse en Pájaros, o en la reflexión continua y mordaz que propone Rodrigo Lira en Proyecto de obras completas.

Presenciamos el auge y la caída de este significar: “El mar y la nada son la misma cosa / azul, igual, se mueven todo el tiempo / como palabras se alzan, para luego arrastrarse”.

Las palabras, como un signo nimio, un algo que discurre a tientas en busca de sentido, de una mínima adherencia, le escriben a Malú Urriola estas magníficas líneas desde lo cotidiano de su oficio: “Trato de escribir mientras una hormiga intenta caminar sobre mi mano. De cosas como estas, están hechos los días”.