Chile necesita un nuevo pacto para la vida, y ese pacto debe comenzar hoy. Quienes postulen a la presidencia deben mirar a la Madre Tierra, a las mujeres, a los pueblos, a las juventudes y a los olvidados de la sociedad: los pobres. Chile no necesita solo un nuevo gobierno. Necesita una nueva ética del poder.
Chile es un país profundamente desigual, envejecido, culturalmente diverso, con viviendas aún precarias, juventudes desoídas y mujeres sosteniendo con sus cuerpos los hilos invisibles de la vida cotidiana. Está afectado por múltiples violencias: la del narcotráfico, la estructural y la ambiental. La contaminación del aire, la pérdida de bosques y la creciente frecuencia de incendios forestales amenazan la vida de la tierra y el bienestar de sus habitantes.
Los datos son claros: más de 21.700 personas viven en situación de calle; el 0,9 % de las viviendas presenta hacinamiento crítico, especialmente en el norte y en la Región Metropolitana. El 56,6 % de las mujeres entre 15 y 49 años son madres, muchas en contextos de precariedad estructural que impiden sostener la vida dignamente. Hay 2.587.238 personas mayores de 65 años, lo que representa el 14 % de la población. En contraste, la población menor de 15 años ha disminuido a un 17,7 %, lo que acentúa la pirámide demográfica envejecida del país.
El porcentaje de personas que se autoidentifican como pertenecientes a un pueblo indígena en Chile ha disminuido levemente, del 12,8 % en 2017 al 11,5 % en el Censo 2024 (INE, 2024). Esta baja puede deberse a los ataques indigenistas o al lenguaje que asocia lo indígena con el terrorismo. Sin embargo, la cifra sigue representando a más de dos millones de personas, en su mayoría del pueblo mapuche, consolidando una realidad demográfica y cultural significativa. Además, la diversidad lingüística del país, expresada en la vitalidad del mapuzugun, el aymara, el quechua y el rapanui, confirma la riqueza cultural y plurinacional del territorio.
Por otro lado, aumenta el arriendo —que ya alcanza el 26,2 % de las viviendas— y crecen los hogares unipersonales, lo que desafía los modelos tradicionales de planificación urbana y demanda nuevos enfoques habitacionales y comunitarios.
En el contexto anterior, en que el país no ha logrado desterrar las desigualdades antes señaladas, un programa de gobierno debería abordar, por lo menos, cinco grandes desafíos:
1. Erradicar la pobreza y garantizar el derecho a una vivienda digna. No es aceptable que aún existan personas sin techo o familias hacinadas en campamentos. La política de vivienda debe ser estructural, con planificación territorial justa, participación comunitaria y un enfoque ecológico que garantice entornos sanos y sostenibles. Además, avanzar hacia una democracia vinculante, no más consultas decorativas. Necesitamos Consejos de Juventud, de Pueblos Indígenas y de Mujeres con poder vinculante en municipios, ministerios y planes de desarrollo. Las decisiones sobre salud, educación, vivienda o medioambiente no pueden seguir tomándose sin nosotras.
2. Redistribuir los cuidados: mujeres en el centro del bienestar. Las mujeres siguen siendo las principales cuidadoras del país, pero lo hacen en condiciones de sobrecarga, invisibilidad y desprotección. Es urgente avanzar hacia un Sistema Nacional de Cuidados, con corresponsabilidad de género, salud sexual y reproductiva intercultural, y acceso garantizado a salas cuna y redes de apoyo comunitario.
3. Juventudes con derechos: educación, salud mental y proyecto de vida. No podemos construir país sin escuchar a quienes son el presente y serán el futuro. Se necesitan políticas que aseguren educación gratuita y pertinente, salud mental digna y accesible, empleos decentes, espacios para la creación cultural, participación política efectiva y acompañamiento integral para el desarrollo de sus proyectos de vida. La educación debe ir más allá de los contenidos tradicionales. Debemos formar jóvenes que comprendan que la salud del planeta y la paz social están inseparablemente ligadas a sus vidas y a las de sus comunidades. Esto significa educar para el cuidado de la tierra, la vida sana y la convivencia pacífica, sin renunciar al desarrollo de habilidades para la innovación, la productividad responsable y la participación activa en la sociedad.
4. Justicia para los pueblos indígenas. El reconocimiento de los pueblos originarios no puede seguir siendo simbólico. Se requiere avanzar hacia la autonomía territorial, la reparación histórica, la educación intercultural, la protección y revitalización de las lenguas originarias y una representación efectiva en todos los niveles del Estado. El Az Mapu y el Itxofill Mogen deben formar parte de un nuevo pacto civilizatorio, donde se reconozca el valor epistémico, ético y espiritual de las cosmovisiones indígenas para el presente y el futuro del país.
5. Una nueva arquitectura fiscal:Todo lo anterior requiere financiamiento y que paguen los que más tienen. Proponemos una reforma tributaria progresiva, un royalty real (la recuperación para todos los chilenos las riquezas mineras y no metálica como el litio el combate efectivo a la evasión fiscal (que hoy equivale a 7 puntos del PIB), la eliminación de privilegios tributarios y el acceso a fondos internacionales para la justicia climática y los derechos sociales.
Porque sin un mínimo ambiental, no hay justicia social ni estabilidad económica. Cada incendio, cada pulmón urbano tóxico, cada humedal destruido es una cachetada a la salud, al territorio y a los derechos de los pueblos.
Chile necesita un nuevo pacto para la vida, y ese pacto debe comenzar hoy. Quienes postulen a la presidencia deben mirar a la Madre Tierra, a las mujeres, a los pueblos, a las juventudes y a los olvidados de la sociedad: los pobres. Chile no necesita solo un nuevo gobierno. Necesita una nueva ética del poder.
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