Porque cuando el poder duerme donde gobierna, recuerda -aunque sea por unas horas- que la República no es solo un cargo, sino una vida puesta al servicio de otros.
Hubo un tiempo en Chile en que el poder no cerraba la puerta por las noches. Dormía donde gobernaba. Caminaba en pantuflas por los mismos pasillos donde horas antes se firmaban decretos, se recibían embajadores o se tomaban decisiones que afectaban a millones. Ese tiempo existió, y tuvo un domicilio claro: el Palacio de La Moneda.
Durante más de un siglo, La Moneda no fue solo la sede del Ejecutivo. Fue también hogar. Un lugar donde el poder convivía -literalmente- con la familia del Presidente de la República. Donde los hijos jugaban en patios que hoy son estrictamente protocolares, y donde las cenas familiares se realizaban a metros de despachos ministeriales. Esa convivencia no era un accidente: era una forma de entender la República.
La Moneda, concebida originalmente como Casa de Moneda en el siglo XVIII, fue adaptándose al ritmo de la vida republicana. En el siglo XIX, cuando el Estado era más pequeño y la política menos profesionalizada, resultaba natural que el jefe de Estado habitara el mismo edificio desde el cual gobernaba. El poder no se pensaba como algo distante, sino como una responsabilidad que se asumía sin separarse de la vida cotidiana.
Habitar La Moneda implicaba, además, una señal ética: el Presidente no se aislaba en un palacio privado ni se protegía tras murallas residenciales. Vivía donde trabajaba. Donde rendía cuentas. Donde la historia ocurría todos los días. El poder, así entendido, era visible, doméstico y expuesto.
Pero esa forma de ejercer la presidencia también tenía costos. La política se volvió más compleja, el Estado creció, las amenazas a la seguridad aumentaron y la vida familiar comenzó a exigir límites claros. El siglo XX trajo consigo una nueva concepción del poder: más institucional, más técnica, menos personal. El hogar y el gobierno debían separarse.
El último presidente que vivió en el Palacio de La Moneda fue Carlos Ibáñez del Campo. Su segundo mandato, entre 1952 y 1958, marcó el cierre silencioso de una era. No hubo decreto solemne ni discurso de despedida. Simplemente, La Moneda dejó de ser casa.
Ibáñez, hombre de carácter fuerte y biografía contradictoria, fue también testigo de esa transición. Al abandonar el palacio como residencia, no solo cerró una puerta física, sino una simbólica. Desde entonces, La Moneda quedó consagrada exclusivamente como sede del poder político, despojada de vida doméstica, de rutinas familiares, de esa humanidad cotidiana que alguna vez la habitó.
¿Fue un avance? En muchos sentidos, sí. Separar el poder del espacio íntimo fortaleció la institucionalidad, la seguridad y la profesionalización del Estado. Pero también se perdió algo difícil de medir: la proximidad simbólica entre gobernante y gobernados, la idea de que quien manda también vive bajo el mismo techo histórico de la República.
Hoy, cuando La Moneda se observa como un edificio solemne, casi inaccesible, cuesta imaginar que allí hubo risas, silencios nocturnos y desayunos familiares. Cuesta recordar que el poder, alguna vez, tuvo casa.
Tal vez no se trate de volver atrás, sino de entender lo que esa convivencia representaba: una presidencia más consciente de su dimensión humana. Porque cuando el poder duerme donde gobierna, recuerda -aunque sea por unas horas- que la República no es solo un cargo, sino una vida puesta al servicio de otros. Mucho ojo con esto último.
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