Quienes resistieron con el alma en pie, nos dejaron un legado silencioso pero eterno: la certeza de que incluso en la noche más oscura, una pequeña luz puede seguir ardiendo.

Hace 80 años, fue la liberación de los campos de concentración y exterminio nazis. Un hito que marcó el fin de una pesadilla y, al mismo tiempo, la afirmación de la dignidad humana en su forma más pura. Fue decirle al mundo: no nos iremos sin luchar.

Pero incluso antes de que se abrieran las puertas de los campos, ya existía una libertad que no pudieron arrebatar: la libertad interior, espiritual, cultural. Esa que se mantuvo viva en los guetos, en los campos de concentración y exterminio, y en los escondites clandestinos de toda Europa. Fue la elección de seguir siendo judíos cuando todo apuntaba a la deshumanización.

Encender una vela de Shabat (sábado), enseñar una letra del “alef-bet”, alfabeto hebreo, escribir una oración en un trozo de papel o cantar una canción en ídish (idioma que hablaban los judíos europeos) eran actos que preservaban la dignidad y la identidad. Cada uno de esos gestos susurraba con valentía: “No me han vencido. Sigo siendo yo. Sigo siendo libre”. Cada uno de esos actos decía, sin gritar: “No han ganado. Yo no me rindo. Soy más que este horror”.

Antisemitismo hoy: negacionismo con nuevas máscaras

Hoy, ocho décadas después, enfrentamos una amenaza distinta, pero igualmente peligrosa: el negacionismo y la banalización del Holocausto, el antisemitismo disfrazado de discurso académico o político. Ya no se trata de cámaras de gas. Se trata de palabras que niegan su existencia. De voces que relativizan lo ocurrido, que llaman al Holocausto “un invento del sionismo”, o lo comparan con conflictos actuales sin rigor histórico ni respeto por el sufrimiento.

Negar el Holocausto es una forma más de antisemitismo. Es una agresión directa a la memoria de las víctimas, a sus familias, a todo el pueblo judío. Es también una manera de preparar el terreno para que el odio regrese con nuevas máscaras. Porque lo que no se recuerda, se repite. Lo que se niega, se perpetúa.

Vivimos en una época donde las redes sociales amplifican las mentiras. Donde influencers y supuestos intelectuales promueven teorías conspirativas sin fundamento. Donde incluso organismos internacionales permiten que se tergiverse la historia bajo el pretexto de la libertad de expresión. Y mientras tanto, los sobrevivientes mueren. La memoria se vuelve más frágil. El riesgo de olvido, más real.

Recordar la Shoá (Holocausto) no puede ser una tarea anual. Debe ser un compromiso diario. Un acto de resistencia frente al relativismo moral y al cinismo histórico. Y debe incluir también una mirada crítica al presente: cuando en universidades se justifica el terrorismo; cuando se impide a estudiantes judíos expresarse libremente; cuando se ridiculiza el dolor del pueblo judío o se deslegitima su existencia; ahí también se perpetúa el antisemitismo.

Recordar no es nostalgia: es resistencia

La memoria es incómoda, sí. Porque nos enfrenta con lo peor de nosotros mismos. Pero solo desde esa incomodidad podemos construir algo mejor. Como dijo John Whitmore, uno de los principales impulsores del coaching en todo el mundo: “La conciencia nos capacita y nos permite controlar aquello de lo que somos conscientes, mientras que lo que no somos conscientes nos controla a nosotros”. Recordar es despertar esa conciencia. Es no dejar que el olvido nos gobierne.

Resistir, entonces, es defender los valores que el nazismo quiso destruir: la vida, la fe, la cultura, la compasión. La Shoá no fue solo un intento de exterminio físico. Fue un intento de borrar la espiritualidad, la ética y la cultura de nuestro Pueblo. Y no lo lograron.

Quienes resistieron con el alma en pie, nos dejaron un legado silencioso pero eterno: la certeza de que incluso en la noche más oscura, una pequeña luz puede seguir ardiendo.