La pregunta central que se abre no es estrictamente electoral —¿por qué ganó Kast?—, sino político-gubernamental: ¿puede una estrategia diseñada para ganar una elección convertirse efectivamente en una ruta viable para ejercer el gobierno? En particular, ¿es sostenible un gobierno concebido como “gobierno de emergencia”?
José Antonio Kast ha sido electo presidente. Su impronta es inusual. Ha sido siempre un candidato relativamente exitoso, pero no está dotado de carisma. A la vez, no ha sido un político de influencia, nadie da cuenta de un hito, una maniobra, una jugada, que haya cambiado el juego del sistema político en el marco de un proyecto, un programa o una decisión.
Al ser ungido Presidente de la República, Kast tendrá que demostrar en pocas semanas que su tránsito de candidato competente a líder político en plena forma ha sido exitoso. Tendrá que ser el que aún no ha sido. A Gabriel Boric lo encontró la historia en una esquina y tenía que demostrar su suficiencia. No pasó la prueba. José Antonio Kast tendrá que demostrar que su elección lo encuentra maduro y sólido, que no es un líder en la decadencia, sino que es un restaurador y un transformador, según el ámbito en juego.
En esta columna argumentaré que la mera historia de estos últimos años y, sobre todo, de la campaña que acaba de terminar, supone un dilema: ¿se puede traducir la estrategia de campaña de José Antonio Kast en su matriz de gobierno? ¿O hay una distancia insalvable y para hacer política tendrá que desprenderse de la campaña? Este factor, estoy convencido, es de la máxima relevancia. ¿Cabe la traducción de lo electoral a lo político?
Examinemos el problema.
La candidatura de Kast
La campaña presidencial de José Antonio Kast para el ciclo electoral de 2025 fue diseñada a partir de un conjunto coherente de pilares estratégicos que, en su conjunto, buscaban maximizar sus probabilidades de éxito electoral bajo condiciones de alta incertidumbre política y fragmentación del electorado.
El primer pilar consistió en la construcción deliberada del favoritismo como activo electoral central. La literatura comparada sobre comportamiento electoral ha mostrado reiteradamente que el estatus de favorito tiende a generar efectos de arrastre, reduciendo la disposición al riesgo de los votantes y reforzando la percepción de inevitabilidad del triunfo.
En este sentido, más allá de los errores tácticos e incluso estratégicos que se generaron durante la campaña, el solo hecho de consolidar la imagen de candidato ganador operó como un amortiguador frente a eventuales pérdidas coyunturales de apoyo. Kast no tuvo un buen año político, tuvo un buen diseño electoral de entrada que le permitió, al acelerar su campaña, avanzar en medio de una derecha altamente competitiva y fragmentada entre la inquietud institucionalista y la necesidad de respuestas endurecidas.
El segundo pilar se estructuró en torno a la concentración temática. Kast y su equipo apostaron por restringir el campo de disputa electoral a aquellas áreas donde el candidato poseía una ventaja comparativa clara, particularmente en seguridad pública y migración.
Ambos temas habían sido trabajados por Kast de manera consistente en ciclos electorales anteriores, lo que le permitía presentarse no solo como un portavoz ideológico, sino como un actor con trayectoria y credenciales reconocibles. La hipótesis implícita era que, si la elección lograba organizarse casi exclusivamente en torno a estas problemáticas, las probabilidades de éxito electoral se incrementaban de manera significativa.
Pero, ¿cómo lograr que no entraran nuevas temáticas?
Aquí está el tercer pilar.
Este pilar fue la formulación de la idea de un “gobierno de emergencia”, entendida como una promesa de reducción deliberada del campo de acción gubernamental a un conjunto acotado de crisis consideradas prioritarias.
La crisis a la cual había que responder era aquella donde estaba en cuestión el orden a partir de las problemáticas de seguridad. Kast y su equipo diseñaron concentrar el problema en los valores que le eran más adecuados. Fue la jugada del año. Es así como la noción de “gobierno de emergencia” cumplía una doble función:
A) Por una parte, permitía dotar de coherencia programática a una campaña centrada en pocos temas fuertes.
B) Por otra parte, operaba como un mecanismo de mejora en los indicadores de gobernabilidad percibida.
En la medida en que un gobierno de emergencia se define por objetivos limitados y claros, se reduce la expectativa de transformación estructural amplia y, con ello, la percepción de riesgo institucional. Este elemento resultaba clave para disputar con Evelyn Matthei y con Chile Vamos a aquellos sectores de la derecha que, aun compartiendo diagnósticos críticos, temen escenarios de inestabilidad o ingobernabilidad.
El gobierno de emergencia creó una ficción legitimadora: parar la hemorragia es la misión del siguiente gobierno, situando además la hemorragia en el lugar más conveniente, la seguridad. Las hemorragias de otros ámbitos fueron ignoradas.
Bajo el supuesto de que estos tres pilares se consolidaran simultáneamente, la estrategia contemplaba una fase posterior: la incorporación del atributo de capacidad para la gestión económica, tradicionalmente asociado a la derecha liberal y a figuras como Matthei (y antes Piñera), pero históricamente un aspecto más bien criticado por Kast, quien sistemáticamente necesitaba denostar a la centro derecha. No en vano instaló como referente económico a un jugador ajeno a las grandes ligas del liberalismo económico. En este diseño, la mejora económica no era el eje inicial de la campaña, sino un capital simbólico que podía ser absorbido una vez asegurado el control del sector y la legitimidad como favorito.
Sin embargo, el desarrollo de la campaña mostró tensiones relevantes. Cuando Kast intentó anticipar la toma de control del sector (la derecha) antes de tiempo (en agosto), sufrió pérdidas de apoyo. Cuando intensificó la politización ideológica de su discurso, también experimentó retrocesos. Y cuando ensayó desplazamientos hacia el centro político, las bajas volvieron a manifestarse en el sector endurecido de la derecha.
Pese a ello, estos errores no lograron erosionar la variable decisiva del diseño: el favoritismo. Desde una perspectiva electoral, esto confirma un patrón ampliamente documentado: campañas con errores tácticos pueden igualmente triunfar si su arquitectura estratégica básica es sólida y el pilar de ello es tener imagen de ganador.
La pregunta clave
La pregunta central que se abre no es estrictamente electoral —¿por qué ganó Kast?—, sino político-gubernamental: ¿puede una estrategia diseñada para ganar una elección convertirse efectivamente en una ruta viable para ejercer el gobierno? En particular, ¿es sostenible un gobierno concebido como “gobierno de emergencia”?
El principal desafío de un eventual gobierno de Kast radicaría en su capacidad para mantener cerrado el campo temático en aquellas áreas que le son funcionales. Su trayectoria política sugiere una limitada flexibilidad discursiva y programática, lo que reduce la probabilidad de una expansión espontánea hacia otros temas.
Sin embargo, la presión para ampliar el espectro de acción estará presente. Sectores de la derecha, alentados por la oportunidad política de ejercer el poder, buscarán empujar una agenda más extensa, con riesgos evidentes de derechización excesiva o de pérdida de control narrativo.
En este contexto, la decisión estratégica se asemeja a la que enfrentó Gabriel Boric al inicio de su gobierno: persistir en la ruta que permitió la victoria electoral o abandonar esa ruta en favor de una estrategia distinta una vez alcanzado el poder.
Kast probablemente intentará que el concepto de gobierno de emergencia funcione como guía de acción, del mismo modo en que Boric intentó que la promesa constitucional estructurara su gobierno. Este último se vio sobrepasado por las circunstancias, Kast tendrá que administrar ese riesgo con particular cuidado.
Si, durante los primeros meses, un eventual gobierno de Kast logra mostrar avances visibles en seguridad y reducir la percepción de asedio criminal sobre la civilización, el diseño podría consolidarse y ofrecerle un margen de maniobra relevante. Pero si ese diseño se debilita tempranamente —ya sea por incapacidad de mostrar resultados, por presión interna o por la instalación de agendas externas impulsadas por la oposición u otros actores—, las dificultades podrían emerger con rapidez, erosionando la coherencia inicial del proyecto.
El problema de la traducción: de lo electoral a lo gubernamental
La traducción entre lógica electoral y lógica gubernamental remite a un problema clásico de la teoría política y del análisis comparado de gobiernos democráticos: los criterios de éxito electoral no coinciden necesariamente con los criterios de viabilidad gubernamental.
La campaña de José Antonio Kast permite observar este desajuste de manera especialmente nítida, porque su diseño fue deliberadamente cerrado, concentrado y optimizado para ganar, no para gobernar en condiciones de pluralismo estructural.
Desde el punto de vista electoral, la estrategia de Kast fue racional. La reducción del campo temático, la insistencia en atributos claros (orden, control, decisión) y la construcción del favoritismo operan bien en escenarios de alta fragmentación y fatiga política. La lógica electoral premia la claridad, la repetición y la unidimensionalidad. Un elector no vota por un programa completo, sino por una promesa central que organiza cognitivamente el resto. En ese sentido, la campaña de Kast fue coherente con una concepción minimalista del voto: menos es más.
La lógica gubernamental, en cambio, funciona bajo principios casi inversos. Gobernar implica gestionar simultáneamente múltiples sistemas parcialmente autónomos —económico, administrativo, social, internacional, institucional— que generan demandas no coordinadas entre sí. Mientras la campaña puede permitirse ignorar temas secundarios, el gobierno no puede hacerlo sin costos. Incluso un gobierno que declare explícitamente que se concentrará en un conjunto acotado de prioridades debe responder, aunque sea defensivamente, a crisis exógenas, conflictos sectoriales y presiones internacionales. La densidad del Estado es siempre mayor que la densidad del discurso electoral.
En este marco, el concepto de “gobierno de emergencia” funciona como un dispositivo de traducción entre ambas lógicas. No es solo una promesa programática, sino un intento de extender la racionalidad electoral al ejercicio del poder. Al declarar que el gobierno se ocupará solo de un número limitado de crisis, se busca preservar la claridad cognitiva que permitió ganar la elección. El riesgo evidente es que esta extensión resulte artificial: la campaña puede imponer prioridades; el gobierno, en cambio, debe administrarlas dentro de un entorno que no controla completamente.
Un elemento clave aquí es la temporalidad. La lógica electoral es episódica y concentrada. De hecho, culmina en un evento decisorio, contándose votos. La lógica gubernamental es continua, acumulativa y evaluativa. Un gobierno de emergencia puede ser tolerable —e incluso eficaz— durante los primeros meses, cuando la ciudadanía aún proyecta expectativas sobre la promesa electoral. Pero, a medida que el tiempo avanza, la ausencia de una arquitectura más amplia de gobierno comienza a notarse. Lo que inicialmente aparece como foco puede transformarse en estrechez; lo que parecía decisión puede percibirse como rigidez.
Además, existe una asimetría estructural entre error electoral y error gubernamental. En campaña, los errores pueden ser compensados por el favoritismo, por la debilidad del adversario o por la inercia de las preferencias. En el gobierno, en cambio, los errores tienden a acumularse y a generar efectos sistémicos: pérdida de confianza, bloqueo legislativo, conflictos con actores clave. Esto explica por qué estrategias electorales “suficientemente buenas” no siempre producen gobiernos “suficientemente estables”.
En el caso de Kast, esta tensión se ve agravada por un rasgo adicional: su diseño electoral presupone control del entorno, mientras que la lógica gubernamental exige gestión de la contingencia. El favoritismo funciona como una fuerza centrípeta en campaña, pero una vez en el gobierno deja de operar como protección automática. La oposición, los medios, los actores económicos y los propios aliados comienzan a actuar bajo una lógica exploratoria, buscando fisuras, ampliando temas, forzando definiciones. Cada quien quiere jugar y, con ello, reemplazar aunque sea unos minutos al poder del gobierno. Eso incluye a los amigos.
Así, la traducción entre lógica electoral y lógica gubernamental no es automática ni garantizada. Requiere mediaciones: institucionales, narrativas, programáticas. El dilema central para un eventual gobierno de Kast no sería tanto abandonar su diseño original, sino introducir mecanismos de traducción sin desnaturalizarlo. Si esa mediación no existe, el riesgo es doble: o bien el gobierno se encierra en una lógica electoral permanente —incapaz de absorber complejidad—, o bien se ve obligado a abandonar tempranamente la promesa que le dio origen, perdiendo coherencia y autoridad.
Este punto, más que cualquier otro, permite entender por qué una campaña sólida no asegura un gobierno sólido, y por qué el verdadero desafío de Kast no comienza con la victoria electoral, sino con la primera decisión que contradiga —o confirme— la lógica que lo llevó hasta ahí.
Una segunda complejidad relevante para evaluar la viabilidad de la estrategia de José Antonio Kast radica en la experiencia previa del gobierno de Gabriel Boric, particularmente en lo que puede denominarse la incomprensión del propio derrotero político. En el caso de Boric, una parte sustantiva de la crisis de su gobierno no provino exclusivamente de errores de gestión, sino de una fractura más profunda entre el discurso que lo condujo al poder y el discurso que adoptó una vez instalado en él.
El proyecto político del Frente Amplio se construyó sobre la premisa de una crisis sistémica. No se trataba simplemente de una acumulación de problemas sectoriales, sino de la idea de que el modelo político, económico e institucional chileno había entrado en una fase de agotamiento estructural. Esta tesis se expresó con particular claridad en el proceso constituyente: la Convención Constitucional fue entendida como el correlato institucional de una crisis profunda, donde “todo debía transformarse” porque el orden vigente ya no era capaz de sostener legitimidad ni cohesión social.
Sin embargo, tras la derrota de la propuesta constitucional, el gobierno de Boric tomó una decisión estratégica que resultó decisiva: abandonar la narrativa de crisis y asumir el rol de un gobierno de normalización. En lugar de insistir en la profundidad del problema, el Ejecutivo optó por reconstruir una imagen de estabilidad, gobernabilidad y continuidad. Boric dejó de presentarse como el conductor de una transformación sistémica y comenzó a actuar —explícita o implícitamente— como una figura destinada a domesticar las fuerzas de cambio y restablecer el orden, en una lógica más cercana a la de un Eduardo Frei Ruiz-Tagle que a la de un liderazgo refundacional.
Este desplazamiento tuvo una consecuencia central: el gobierno empezó a desmentir su propio corazón discursivo. Cuando José Antonio Kast instala la consigna “Chile se cae a pedazos”, el gobierno responde negando el diagnóstico. Pero esa negación no solo contradice a Kast; contradice la tesis fundacional del Frente Amplio. La idea de que Chile atravesaba una crisis profunda —más allá de lo visible, más allá de la coyuntura— era precisamente el punto de partida del proyecto que llevó a Boric al poder. Al rechazar ese diagnóstico, el gobierno no refutó a Kast: se refutó a sí mismo.
La paradoja se vuelve aún más evidente si se observa el origen del discurso de Kast. Su crítica al “Chile que se cae a pedazos” no nace como una interpelación a Boric, sino durante el gobierno de Sebastián Piñera. Es, en su origen, una crítica a la derecha tradicional, del mismo modo en que el Frente Amplio fue, en sus inicios, una crítica a la Concertación. Sin embargo, Kast logra desplazar el eje de responsabilidad hacia Boric, y el gobierno acepta ese encuadre. En lugar de sostener que la crisis es previa, estructural y transversal a los gobiernos, Boric asume una posición defensiva y normalizadora, lo que permite que Kast ingrese plenamente por esa puerta discursiva.
Este error —que no es solo de Boric, sino de todo su sector— tiene implicancias directas para el análisis del eventual gobierno de Kast. Porque Kast enfrenta ahora una tensión estructural muy similar. Si sostiene que “Chile se cae a pedazos” únicamente como consecuencia del gobierno de Boric y reduce la crisis a los tres ejes de su gobierno de emergencia (seguridad, migración y orden), entonces está desestimando la tesis profunda con la cual inició su propio camino político.
Cuando Kast impulsa la inscripción del Partido Republicano en 2017, su diagnóstico es claro: ni la derecha tradicional ni la izquierda son capaces de hacerse cargo de los desafíos que vienen. Esa afirmación implica reconocer una crisis de mayor calado, una crisis del sistema político en su conjunto. No es una crisis coyuntural ni atribuible a un solo gobierno, sino una crisis de conducción, representación y sentido.
El problema actual es que el concepto de gobierno de emergencia tiende a concentrar toda la explicación de la crisis en un solo factor: la inseguridad. En esta narrativa, Chile se cae a pedazos, pero puede dejar de hacerlo si se controla el crimen y la migración. Esta reducción es funcional electoralmente, pero conceptualmente insuficiente para explicar un proceso de deterioro que el propio sistema político viene mostrando, al menos, desde 2011.
Aquí aparece el paralelo más delicado con el caso Boric. Así como el Frente Amplio creyó —explícita o implícitamente— que su mera llegada al poder tendría un efecto pacificador y ordenante, José Antonio Kast parece asumir que su presencia y su estilo de conducción pueden detener una crisis corrosiva de larga duración.
En ambos casos, la ilusión es similar: que el liderazgo, por sí solo, puede revertir dinámicas estructurales.
El gran desafío para Kast, si llega al gobierno, será entonces no traicionar su propio diagnóstico original. Si “Chile se cae a pedazos” es una afirmación verdadera, entonces no puede reducirse a un problema sectorial ni resolverse únicamente con un gobierno de emergencia. Requiere una comprensión más amplia de la crisis, una lectura sistémica que vaya más allá de la seguridad y la migración.
De lo contrario, el riesgo es repetir, desde el otro extremo ideológico, el mismo error fundamental: negar la profundidad de la crisis una vez que se está en el poder, y quedar atrapado en una estrategia que no logra sostenerse frente a la complejidad real del país.
El Kast del discurso
Kast habló ayer domingo, luego de ganar, en el horario de las noticias. Podemos asumir que el primer discurso era clave para la traducción aquí analizada, para ese proceso en el cual el candidato migra a la más alta autoridad del país. Todo líder debe comenzar a construir una doctrina, una forma en que se baja la ideología a la práctica y se construye una base de sustentación. No puedo decir que el discurso lograra dejar claridad, pero sirve para un avance.
Kast habló sin vidrio blindado. Y habló de Dios, de su familia, del retorno del rol de ‘primera dama’ y de la esperanza de vivir sin miedo. Sí, sin vidrio. Llamó a combatir la violencia y fue claramente más cercano que Jara en el formato de llamado ‘aylwinista’ (“civiles y militares” dijo en 1990 Aylwin). También procuró referir a las protestas que probablemente buscarán asediarlo y les desactivó el potencial legitimador. Kast habló de los expresidentes, los honró. Pero no es lo más importante. Si el discurso tiene valor, no hay en él la construcción de un foco cerrado en los temas de migración y seguridad. Por el contrario, aparecieron discusiones sobre salud, educación y endeudamiento. Y señaló que sorprendería con la fuerza de sus acuerdos. Fue así que Kast salió de la caja y visitó lugares distintos al gobierno de emergencia. E incluso habló a favor de aquello que criticaba (los acuerdos).
¿Fue realmente lo que quería decir?
No lo sabemos. El discurso duró tres veces más de lo necesario y aparentemente hubo problemas con la pantalla que mostraba su discurso. El documento por lo demás tenía cinco páginas y por tanto hubo mucha espontaneidad. ¿Sirvió ésta? La verdad no. Su discurso se tornó genérico y propio de la clásica forma de lista de supermercado de problemas y medidas. Esto nos impide saber si lo que vislumbramos tiene una evolución posible hacia una u otra dirección.
De momento José Antonio Kast, en tanto presidente electo, debe construir una nueva forma gravitacional pues el sistema político no lo tiene del todo internalizado. Vive un desafío que antes experimentó Boric y en el cual naufragó. Kast es la segunda respuesta que se intentará para afrontar la crisis (la primera fue la nueva izquierda y el gobierno de Boric) y, sin duda, tendrá que tomar una posición clara, doctrinaria, respecto al dilema aquí planteado.
Es la nueva derecha, hoy con derecho a existir. No puede ser el tercer gobierno de Piñera, no puede ser la ultra derecha (lo ha dicho Kast llamando a acuerdos) y no puede ser la derecha que desatiende sus dogmas. Allí donde naufragó Boric, Kast buscará flotar primero y navegar después. Comienza una nueva etapa.
Enviando corrección, espere un momento...
