Quiero decirles algo sobre la adicción: no importa quién sea ni a qué sustancia esté enganchada esa persona, la soledad es la causa.

Hace mucho tiempo, me mantuve horas sin dormir, aterrorizada de que fueran las últimas que me quedaran en el mundo. Me había comprometido a dejar la cocaína, que fue mi segunda adicción; la primera, que duró años, fue a las anfetaminas.

Estaba intentando limpiar mi organismo y estar sana. Pero entonces me llamó un amigo con el que había consumido cocaína de manera habitual y que siempre la tenía a la mano. Esa noche oscura, caí en el terreno conocido de las líneas blancas sobre el espejo y un corazón que late demasiado deprisa. Latía tan fuerte, tan rápido, tan desbocado, que estaba segura de que ni él ni yo sobreviviríamos.

Consideré el hecho de haber sobrevivido como una especie de milagro. Sería una historia linda y pulcra si dijera que nunca volví a consumir drogas. Pero la adicción nunca es linda y pulcra. Volví a tratar de poner orden en mi vida y, la verdad, solo recaí un par de veces después de eso, y nunca de manera tan grave como esa noche que pensé que sería la última.

No pienso en esos días con frecuencia, pero con la muerte de Matthew Perry los recuerdos han vuelto por lo franco que fue sobre su propia adicción.

Por alguna razón —y no tengo ninguna teoría de por qué—, hay quienes nos sentimos aislados en este mundo, como si todos los demás tuvieran alguna fórmula secreta para llevarse bien, para encajar, y nadie nunca nos la hubiera compartido. Esa soledad reside en lo más profundo de nuestro ser, en nuestra esencia, y no importa cuánta gente intente ayudarnos, cuántos amigos nos tiendan la mano, nos apoyen, vengan a vernos, jamás desaparece del todo. Es enorme y sombría y también forma parte de lo que somos.

Algo ocurre cuando descubrimos una droga o el alcohol: de repente tenemos un compañero que nos toma de la mano, nos comprende, nos hace sentir que encajamos, que podemos formar parte del club. Está con nosotros en las horas vacías, cuando parece que nadie más nos acompaña.

“Nadie quería ser famoso más que yo”, dijo Perry en el Festival del Libro de Los Angeles Times en abril. Pero añadió: “La fama no logra lo que crees”. Recuerdo oírlo decir eso y pensar: “Es cierto, no penetra esa soledad”. Me pregunto si alguna vez se dio cuenta de lo valiente que fue al superar su dolor y perfeccionar un talento que haría reír a la gente.

Él descubrió el alcohol a los 14 años. Yo tenía 16 cuando descubrí las anfetaminas, y sentí que había conocido a mi mejor amigo. De pronto me sentí más animada, más divertida; ya no era la chica tímida y miope que se sentía incómoda con la gente. Para entender a un adicto, hay que apreciar esa compañía, esa necesidad de recurrir a lo que no te juzgará, sino que, por el contrario, parecerá transformarte en quien deseas ser.

Perry habló sobre sentirse solo. Escribió sobre ello en su libro Amigos, amantes y aquello tan terrible, y habló de eso en el contexto de anhelar una relación. Me preguntaba si él sabía que ni siquiera la alegría y la satisfacción de una relación llenan ese espacio inseguro que algunos llevamos dentro.

Cuando dejé las drogas, tuve que aceptar que eso formaba parte de mí; no tenía que arreglarlo ni intentar borrarlo. De todos modos, eso no había funcionado. Había seguido las líneas blancas de la coca hasta volver a ser quien era: la persona que sentía que necesitaba consumir drogas para vivir.

Puede que nunca sepamos cuál era el estado emocional de Matthew Perry en el momento de su muerte. ¿Habría asumido el hecho de que la fama hacía que la adicción fuera mucho más difícil de soportar, pero también le permitía ayudar a los demás, a través del relato de su propio viaje y de la residencia adaptada para vivir sobrio que creó? “Lo mejor de mí, sin excepción, es que, si alguien viene y me dice: ‘No puedo dejar de beber, ¿puedes ayudarme?’, puedo decir: ‘Sí’ y de verdad hacerlo”, dijo en el podcast Q with Tom Power.

Desnudó sus heridas, sus luchas, su complicada relación con las drogas y el alcohol. Eso es lo mejor que podemos hacer en la vida: ser sinceros y esperar que esas verdades se conviertan en faros para otra persona en su deambular por la oscuridad. Mi mayor esperanza es que él supiera que había cumplido su deseo.