Parafraseando a Fernando Pessoa, el lisboeta trágico, debemos interpelar el presente viscoso. Nuestro paisaje se ha visto sacudido por la teatralidad de un personaje que ha sido retratado como un desasosiego de los tiempos enlutados. Una perversión mediática o un goce perverso de la modernización neoliberal, o bien, el último delirio de la industria cultural. Al parecer todos hemos perdido el alma en los aparatos del capitalismo emocional. En medio del “armatoste de violencia estructural” que padecemos la Diputada Jiles (La Abuela de ahora en adelante) ha sido retratada -invocando la moralina- como un objeto repugnante y pueril, que debe ser obviado según reza el oráculo de nuestros rectorados semióticos y las narrativas de la sensatez -parlamentos institucionales-. En tiempos de post-hegemonía existe un relativo consenso político-académico que se viste de “notables” y nos conmina ilustradamente a evitar todo análisis del Personaje en cuestión, porque su fuerza popular -la heroína libertaria del 10%- sería borroso y abyecto toda vez que no responde a las categorías de la política moderna y racional: hegemonía, alianzas, programa y coalición. Y menos a la disciplina partidaria que ha sido corroída por las pulsiones tanáticas de La Abuela castigando a la miserable “clase política”. Lejos de toda fascinación por un Personaje familiarista, y por momentos de benevolencia oligárquica, es necesario señalar que no hay Cruz Católica para la “abuela” -bizarra o no, perversa o no-. Y a no dudar, su retórica erotizante (kitsch), y sus cálculos electorales, simulan un guión que va desde un Perón post-moderno de lo imaginal -el melodrama y la denuncia pública- hasta un Lavín del siglo XXI.

Como objeto de análisis La Abuela resulta seductora, y en los retiros del 10% (AFP) ha sido de una eficiencia que no tiene comparaciones para terminar de degradar al Cesarismo de Piñera. Convengamos que el personaje tuvo su “sala de parto” en los contratos mediáticos de la post-transición (1990-2010): la configuración política del espectáculo en los años 90′ resulta un hito que La Abuela ha exacerbado mordazmente. En efecto, el imaginario (pos)transicional tuvo como pivote el despliegue de distintos programas estelares -el tribuno matinal- que en combinación con variados formatos de entretención “climatizaron” el “campo sensorial” domesticando la vida cotidiana y consolidando diseños normalizadores para administrar el sentido común. Los estelares abundaron en los años 90′ festinando el imaginario eufórico de la modernización, el control de la vida cotidiana y la irrupción de liderazgos visuales (pastores neoliberales). Junto a telenovelas y matinales se ofrendaron los recursos semióticos para apaciguar los antagonismos de clases y garantizar un orden visual orientando a la cognición de los voluptuosos grupos medios. Allí se introdujeron las primeras adaptaciones estéticas sobre los estilos de vida, la pacificación política y la expansión del consumo. En los últimos años nuestros pastores letrados no han podido capturar los desplazamientos de la subjetividad. El refugio en las encuestas ha fracasado en la “configuración de realidad”. El gobierno de Piñera socavó toda liturgia cuando hipotecó en CADEM, verdadero fantasma estadístico, la política comunicacional que supuestamente ordenaría los campos de existencia desde la encuestología. A diferencia de ello La Abuela, bizarra o no, modula un texto familiarista-oligárquico donde se logra agenciar en la posición del chileno medio, hastiado y estriado por los estresores de deuda y consumo. Y es cierto, entre los usos y abusos de la sobrina del General lzurieta, ha logrado estetizar la categoría “pueblo” (los descamisados, los parias y los desposeídos del nihilismo) como centro gravitacional, devolviendo un cuerpo virtual que los administradores cognitivos de las elites no estarían en condiciones de invocar públicamente. En suma, hay un doble movimiento: una politización de la farándula y una consabida espectacularización de la política. Y allí es donde la crítica normativo-institucional se torna reactiva en su denuncia contra la irracionalidad del personaje, sin comprender que el espacio de las obscenidades sólo es posible cuando carecemos de “clase política”. Ergo, La Abuela es un clivaje elitario de una grieta llamada “gobierno del capital”.

El Personaje activa un lazo complejo con lo popular que debemos interrogar, a saber, su texto promueve un rechazo aristocrático ante las élites -ocaso de la gente con dinero- y esencialmente contra la “miserable clase política” desde donde ha fortalecido las simpatías del mundo popular mediante “metáforas familiares” ( ¡mi pueblo,  ¡ mi ejercito de nietitos¡ en situación riesgo -cabría agregar-) de cuerpos del capital absorbidos en distintas plebeyizaciones. Pese a todo su lenguaje “vitriólico”, untado en lo reaccionario-oligárquico de la apropiación popular (¡mi pueblo! como pronombre posesivo) ello se mezcla con la teatralidad satírica. Y así ha podido capitalizar el 10% mediante binarismos que hacen del retiro de pensiones (AFP) un “significante vacío” donde ha sido capaz de domiciliar los antagonismos en un formato teatral. Pamela Jiles, en tanto personaje, ha sabido guionizar el desencanto popular, por la vía de estéticas familiaristas -‘los Chadwick’, ‘los Matte’, ‘los Caffarena’, ‘los Walker’- llevando todo a un registro de la disolución -distinto al travestismo visual de Pancho Vidal en los matinales-. Y así ha establecido pactos estratégicos con la corporaciones mediáticas, al precio que las encuestan del mainstream han inflado sus atributos sugiriendo que ella es parte de la carrera presidencial y que podría -a ciencia cierta- opacar los afanes de Daniel Jadue o Gabriel Boric. Como sí todo principio de realidad estuviera “fuera de sí” -dislocado y vaporoso- y la candidata Jiles no necesitara de ninguna mediación elitaria. Una “abuela” aparentemente inmune a los pesares que pagó MEO cuando la cadena mediática de los Edwards lo expulsó de la arena política y quedó despojado de la carrera presidencial. Todo migra desde una teatralidad que ha logrado secuestrar el imaginario popular sirviéndose de familias en situación de riesgo -cuerpos del capital y tos de enfermos-, pero con una discursividad muy eficiente en la presión fáctica del Chile de ollas comunes (10%). Aquí los expertos indiferentes leen velozmente un populismo primario y agotan la discusión emplazando las formas estridentes utilizadas por “la heroína Jiles” para administrar nuestra nerviosa cotidianidad (abuelos, nietitos y los usos estriados del sujeto pueblo). Lejos de cualquier fascinación, el personaje administra el dorso tanático de nuestra modernización. Sin ir más lejos el Diputado Boric ha develado su estado de “adolescencia cultural” mediante una obsesión racionalista -devaneos republicanos- por interpelar ilustradamente, léase fallidamente, a La Abuela desde un gesto oligárquico. Todos culpables y pecadores en las “noche de las nieblas”.   

Por su parte el campo académico y la clase política se han vestido de modernidad y han lanzado un arrebato moralizante -conservador o corporativo- contra “La Abuela Jiles”, obviando sus discursos contra Piñera en clave Madonna/Evita/Collage. Todo ello es muy comprensible en la ralea de los tiempos. Y sí, La Abuela, nieta de la activista feminista, Elena Caffarena, hija de un Ingeniero comunista es un enjambre de temporalidades. Entre su infancia en Cuba, sus filiaciones con el MIR (Gastón Muñoz) y el PC, su trabajo en Solidaridad, Apsi, Análisis y Fortín Mapocho y Crimen bajo estado de sitio, que coescribió junto a las periodistas  María Olivia Monckeberg y María Eugenia Camus, ha desplegado un extensa trayectoria familiarista-aristocrática, político-popular y profesional. Un collage de difícil desactivación. Desde luego los abusos sexuales que habría padecido bajo Dictadura -dejan sin autoritarismo ético al progresismo del FA y a la ex Concertación- y su participación en los matinales (SQP) con su devaluación cognitiva y un insoportable retrato de nuestra actualidad. Qué duda cabe de aquella trayectoria con relaciones cortocircuitadas con la izquierda institucional. Cómo ubicar la performatividad del personaje con sus “metáforas familiares”. ¿Desecho cultural o perversión mediática de la pos-transición? Y a no dudar. La Diputada, con su libido irritante, representa un riesgo si la clase política, en la clave de Heraldo Muñoz, se empecina en dejarla afuera de las primarias ofrendado una épica de los márgenes que terminaría de hacer más polisémico al Personaje popular que ha cincelado Jiles.

En los últimos días todos destilan una espiral racionalista e ilustrado contra La Abuela -dado su incurable personalismo, e impasible caudillismo- y le imputan diversos intereses. Tal rechazo es genuino, pero sin desatender una intensa trayectoria en los flujos mass-mediáticos de nuestra modernización. Entonces,¿dónde ubicar los estudios sobre el narcisismo, la pragmática y las culturas híbridas en plena internacionalización de los mercados? El foro público hoy se sorprende ante la configuración política del espectáculo. Y presurosamente destila un tono frankfurtiano, moderno o republicano para repudiar lo que muchos consideran un personaje tóxico u odorífico. Con todo cuando evocamos los espejos de Borges -espacio de la representación fallida- solo nos devuelven esa imagen tan bizarra y miserable donde no querríamos estar: allí Provoste y Heraldo Muñoz proyectan una imagen -quizá una nueva cocina- que termina potenciando el personaje en cuestión. ¿Y qué nos duele de La Abuela en tanto personaje? Pues bien, ha pavimentado el circo con los humeros, fosas, torturados (incluida ella misma), desaparecidos, porque la moral es, finalmente, la lucha por administración de las memorias glorificadas donde todos han hecho de la izquierda un objeto de negociación. En efecto, La Abuela solo es posible por los lugares vacíos que ha alimentado nuestra clase política en el último decenio. El personaje, y varios liderazgos visuales, eran igualmente inadmisibles bajo los parlamentos de Lagos con su Ley del Padre.

Hoy más que nunca vuelven las chorradas elitarias y desde los rectorados con incidencia pública y académica (y viceversa) exigen sensatez, letras ilustradas, y reverberan reclamos narrativos. Y así, en plena crisis, anhelamos un presente litúrgico y acuerdos nacionales en piochas de bronce. También hay nostalgias de hegemonías y racionalidades frente a una modernización nihilista, capaz de generar personajes familiares y oligárquicos que han penetrado curules y vida cotidiana.