El 5 de octubre de 1988 fue un día largo, muy largo. Es que el 5 de octubre de ese año había empezado mucho antes, con meses de arduas campañas. Con colores, campañas del terror, frases y eslóganes que hablaban a países completamente distintos. Y el miedo. Siempre el miedo.

El 5 de octubre de 1988 fue muy largo. Si no recuerdo mal, partió el día anterior con apagones y amenazas. Y temprano, muy temprano, nos levantamos muchos miles ese día. Los que fueron elegidos vocales de mesas, los que estaban designados para controlar el proceso por los partidos políticos inscritos, los carabineros y militares. Y la prensa, entre otros.

Ese día colaboré reporteando para Radio Bío Bío de Concepción. En esos años sólo existía ahí. Y el día fue largo.

Partimos, con un amigo, en una camioneta LUV celeste viendo la constitución de mesas en Peñalolén. Seguimos desde ahí a una columna de Carabineros (incluido un “zorrillo” artillado con una ametralladora en su techo) hasta la Santa Adriana, vimos un cuasi enfrentamiento armado entre militares y carabineros (en la mañana, se corrió el rumor que un grupo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez se había robado un bus de Carabineros). Sentimos un miedo denso, ese que nos expresaba la gente segura que había ganado el NO pero que muchos -todos- dudaban que fuera reconocido por el gobierno. Los recuentos eran claros a favor del NO, pero los cómputos oficiales iban en dirección contraria.

Estuvimos en el recuento de muchas mesas, en varios locales de votación. Estuvimos en Plaza Italia y en las afueras del Comando del NO. Partimos a recorrer para ver cómo estaba el ambiente en otros lugares.

Fuimos, ya de noche, por Salvador Gutiérrez y sentimos el miedo de la gente. Al ver nuestras luces, la gente se escondía detrás de las puertas, pero al ver que llevábamos un letrero (hecho a mano) que decía PRENSA, aplaudían, gritaban ¡Y va a caer! Y, ansiosos, con angustia algunos, nos preguntaban si el gobierno reconocería la derrota.

Llegamos a Cerro Navia. Se repitió la escena. Sólo que un grupo de jóvenes, entusiasmados, se subieron a la camioneta para ir a celebrar a Plaza Italia. El General Fernando Matthei ya había reconocido el triunfo del NO. Entonces, unas cuantas señoras de buen porte los bajaron como si hubieran sido “cabros chicos”.

“Esta pelea la dimos aquí en la población y la celebramos aquí. Aquí celebramos el triunfo de nosotros, ellos allá van a celebrar el triunfo de ellos”. Algo así dijeron. No recuerdo las palabras exactas, pero el sentido profundo de esas palabras me quedaron grabadas a fuego.

Pensando en lo sucedido, volvimos al centro, a Portugal con Alameda. Para ello, “subimos” por San Pablo. Las calles se habían ido silenciando al punto de estar y sentirnos como en tiempos de ”toque de queda” (de esos tiempos, que eran otra cosa).

Entonces pasó algo extraordinario, mágico, fantasmagórico… En un tramo de calle San Pablo, a la altura de la Iglesia de Lourdes, había una larguísima velatón en la vereda norte.

Era un sector de casas de fachada continua, de ladrillo a la vista. Posiblemente viviendas obreras de los años 20 o 30.

Eran 150, 200 o 250 metros de velas prendidas puestas sobre la solera. Ahora, escribiendo, pienso que pudieron haber sido de la iglesia. Lo cierto es que, en ese momento, no había nadie en la calle. Sólo estaban las velas prendidas. Era sobrecogedor.

En un momento histórico tan importante para el país, estaba esta larga fila de velas en un silencio absoluto, sin un alma… ¿Sin un alma?

En ese momento, de una de las casas, desde una puerta abierta, salió una anciana pequeñita. Mediría algo más de metro y medio, era menudita. Bajo su falda larga, que bajaba buenos centímetros por debajo de sus rodillas, dos piernas que parecían palillos, y unos zapatos que bien podrían haber sido pantuflas.

Hacia arriba, un chaleco posiblemente tejido a mano. No recuerdo el color, veía todo como sepia o deslavado, en esa oscuridad sólo traicionada por unos mezquinos focos de luz amarilla. Pero me gusta imaginármelo rojo oscuro.

Su cabeza, flaca, enjuta, de pelo blanquísimo, me recordó a mi abuela. Ya fallecida.

Y sobre su cabeza, sostenida con sus dos brazos, una foto presidencial, antigua, del Compañero Presidente, del Presidente Salvador Allende.

La anciana saltaba aparentemente sin decir nada. O yo no escuché nada. Sólo saltaba y saltaba con la foto deslavada de Allende.

No so y “Allendista”, sin embargo esa imagen, ese recuerdo, es el más emotivo de ese día tan esperado, tan trabajado, tan pero tan largo que todavía no termina.

Siempre me preguntaré quién era esa mujer, que había en esa alegría suya, cuánta angustia hubo guardando esa foto escondida durante toda la larga dictadura y que sueños se despertaron ese día.