Son 153 los intelectuales, artistas y representantes de la cultura y las artes que están detrás de la “Carta sobre la justicia y el debate abierto”, publicada la semana pasada en el sitio web de la revista Harper’s, donde el grupo denuncia los peligros de la “intolerancia” en el debate, en el progresismo y en las discusiones actuales.

Margaret Atwood, John Banville, J.K. Rowling (protagonista de una de las grandes polémicas del año por sus dichos contra la comunidad transgénero), Gloria Steinem, Enrique Krauze, Francis Fukuyama, Salman Rushdie, Martin Amis, Noam Chomsky y Garry Kasparov, entre muchos otros, figuran en el texto que, a su vez, ha causado polémica y un intenso debate al respecto.

Aquí, el principal problema que identifican los intelectuales, es la falta de garantías para el ejercicio de la libertad de expresión.

“El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido. La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a quienes carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente”, se lee en el texto.

“La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desecharlas”, agrega el documento, esta vez en relación a la representación de las ideas opuestas.

Las reacciones

Fue tanta la controversia en redes sociales -y también el rechazo que motivó la misiva-, que en menos de 48 horas dos de sus firmantes se retractaron de la iniciativa: la historiadora de la Universidad Tufts, Kerri Greenidge, y Jennifer Finney Boylan, activista transgénero y académica de la Universidad de Columbia.

Los problemas comenzaron con la carta de respuesta que redactó la crítica y activista transgénero Emily VanDerWerff, dirigida a sus editores de la revista Vox, donde denunció que uno de sus colegas, Matthew Yglesias, quien había firmado la carta, compartía créditos con, a su juicio, “varios prominentes anti-trans”. Tras esto, afirmó sentirse “menos segura” trabajando en la revista.

“No sabía quién más iba a firmar esa carta. Pensé que significaba respaldar un mensaje bienintencionado, aunque vago, en contra de la vergüenza en Internet. Sabía que Chomsky, Steinem y Atwood estaban ahí y pensé: ‘Buena compañía’. Tendré que cargar con las consecuencias. Lo siento mucho”, se disculpó Finney Boylan.

La contraparte

La respuesta formal al texto, sin embargo, no se hizo esperar. Bajo el título “Una carta más específica sobre la justicia y el debate abierto”, 160 autores (no tan reconocidos como el primer grupo) reaccionaron al texto en el sitio web The Objective. Entre ellos, Kerri Greenidge.

“Harper’s ha decidido otorgar su plataforma no a las personas marginadas, sino a las personas que ya tienen muchos seguidores y muchas oportunidades para hacer oír sus opiniones”, señalaron, y a su vez, denuncian que la primera carta “no trata el problema del poder: quién lo tiene y quién no”, ni “las voces que han sido silenciadas durante generaciones en el periodismo y en la academia”.

A continuación, te mostramos el texto que originó el debate, la “Carta sobre la justicia y el debate abierto”, traducida por el diario El País de España

Carta sobre la justicia y el debate abierto

Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las potentes protestas por la justicia racial y social están derivando a otras exigencias atrasadas de reforma del sistema policial, junto con llamamientos más amplios por una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, especialmente en lo que se refiere a la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes.

Pero este necesario ajuste de cuentas también ha hecho que se intensifique un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica.

Al mismo tiempo que aplaudimos el primer paso adelante, también alzamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza a la democracia. No se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción, algo que los demagogos de la derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos solo se puede lograr si nos expresamos en contra del clima intolerante que se ha establecido por doquier.

El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura: hay una intolerancia a los puntos de vista contrarios, un gusto por avergonzar públicamente y condenar al ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor de la réplica contundente e incluso corrosiva desde todos los sectores.

Ahora, sin embargo, resulta demasiado común escuchar los llamamientos a los castigos rápidos y severos en respuesta a lo que se percibe como transgresiones del habla y el pensamiento. Más preocupante aún, los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones expulsados por lo que a veces son simples torpezas.

Cualesquiera que sean los argumentos que rodean a cada incidente en particular, el resultado ha consistido en estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio con una mayor aversión al riesgo por parte de escritores, artistas y periodistas, que temen por sus medios de vida si se apartan del consenso, o incluso si no están de acuerdo con el suficiente celo.

Esta atmósfera agobiante afectará en última instancia a las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, la lleve a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos.

La manera de derrotar las malas ideas es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas. Rechazamos la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden existir la una sin la otra. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores.

Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas. Si no defendemos aquello de lo que depende nuestro propio trabajo, no deberíamos esperar que el público o el estado lo defiendan por nosotros.