El segundo largometraje de ficción del director estadounidense Taylor Sheridan posee los mayores atributos que el juicio especializado le dispensa a la filmografía norteamericana de carácter “independiente”: actores comprometidos, una historia dramáticamente contundente, y una cámara que asume ese desafío artístico, con una técnica audiovisual de primera línea.

Por Enrique Morales Lastra

“Ahora la autopista parecía distinta. En teoría seguía siendo el mismo tramo de asfalto, flanqueado por la misma parafernalia de tráfico y el mismo guardarraíl endeble, pero su propósito lo había transformado. Ya no era una línea recta que conducía al aeropuerto: era un paraje misterioso lleno de escondrijos y desvíos oscuros. La prueba, una vez más, de que la realidad no era objetiva, sino que estaba siempre aguardando a ser remodelada y redefinida por la actitud de cada cual”.

Michel Faber, en El libro de las cosas maravillosas

El realizador Taylor Sheridan (Texas, 1970) fue el escritor de los guiones que dieron vida a “Sicario” (2015), de Denis Villeneuve, y a “Hell or High Water” (2016), de David Mackenzie. Dos cintas formidables, en donde el factor geográfico de la luz del sol, la aridez y la soledad del desierto mediterráneo, sumados a la violencia marginal y fronteriza, delictual, del sur de los Estados Unidos, concedían el escenario perfecto a fin de mostrar argumentos inspirados en sobrevivientes que superaban la tristeza y el dolor, precisamente para eso: seguir simplemente respirando.

Ahora, el lente, el foco de Sheridan se traslada al norte de su país: al Estado de Wyoming, con el propósito de especular audiovisualmente acerca de un caso de femicidio que aconteció verídicamente en esa región de frío, nieve y desolación: la muerte de una joven indoamericana a la intemperie, cuando escapaba descalza y sin el equipamiento adecuado, luego de sufrir abuso sexual, a través de las colinas cubiertas de impávido blanco.

"Viento salvaje"
“Viento salvaje” | The Weinstein Company

Los actores Elizabeth Olsen y Jeremy Renner son los protagonistas de “Viento salvaje” (“Wind River”, 2017). La primera es una de las grandes intérpretes de su generación y aquí lo demuestra al componer las mejores cualidades de su repertorio: los rasgos de su rastro moldeado por las emociones profundes y el brillo de unos ojos acuosos a punto de romperse y de estallar en lágrimas, en el rol de una agente del FBI enviada especialmente con el objetivo de resolver policialmente el caso. Renner (en el papel del cazador Cory Lambert), asume la gestión de recrear a un padre cuarentón, todavía joven, pero atravesado por la pérdida y la orfandad.

La nieve, las montañas, el frío extremo, el cielo traslúcido de sentimientos, de claridad, como en un cuento de Chéjov: la cámara de Sheridan recubre con su mirada dramática esos lugares vacíos, llenándolos de movimientos, de conflictos, de disquisiciones argumentales, de disparos y de muertes, que transforman la infinitud de los parajes descritos, en la esencia escénica y diegética, de aquella sensibilidad atormentada y casi patológica que une a los personajes estelares de la cinta.

El sello del cine independiente norteamericano, ese que refulge en los festivales de Sundance y de Toronto, se manifiesta a través de planos y de secuencias que en su riesgo y apuesta artística, componen cuadros que expresan las emociones, dudas, resentimientos y frustraciones, que sacuden a los roles protagónicos. El amor que se evidenció incapaz, matrimonios que no funcionaron, el crimen homicida que rompió a una familia, que derrumbó proyectos vitales.

La crueldad es un motivo que cruza a esa estética fílmica de la marginalidad cívica. Los habitantes de Wyoming, dice Sheridan, se sienten desplazados y convictos de una modernidad urbana, afectiva y social, que les es ajena. Culpan a la soledad del espacio geográfico, a ese infierno helado, de sus errores, de sus decisiones criminales, del nihilismo, de la violencia y del sopor existencial que los hunde en el consumo abusivo de drogas, de alcohol, y en una necesidad romántica y sexual abiertamente insatisfecha.

"Viento salvaje"
“Viento salvaje”

Vivencias al límite, cuyo testigo es el resplandor de la luna, y la poesía que atestigua la bestialidad. La historia de Natalie (interpretada por Kelsey Asbille), en la búsqueda de la pasión furtiva, y anhelante de experiencias trascendentales, en una oda al amor efímero, que se bifurca y desparrama en un monólogo que registra y declama su propia muerte. Voces que se escuchan a modo de una banda sonora de la venganza.

Los encuadres de “Viento salvaje”, así, asumen ese absurdo impulsado por el frío, carente de cualquier compasión o pudor ante el instinto sexual y asesino de seres que se observan enajenados, hipócritas, cínicos, dispuestos a todo con tal de, contradictoriamente, sólo “sobrevivir”.

¿Cómo se mide el deseo de vivir?, le pregunta Cory a la detective Jane Banner (Olsen), quien lo mira con ese rostro blanquecino y esos ojos acuosos, que son el sello de la actriz estadounidense. Y el “amor” se respira así, en miradas y en frases entrecortadas y profundas, buscando una respuesta para extrañar, para olvidar, sin culpa y sin dolor, en el diagnóstico de asumir pérdidas irreparables y dolores enloquecedores, que postran y “marcan” a cualquiera, sobre la escena de un desierto de nieve.

“Viento salvaje”, de esa manera, se aprecia como un thriller inolvidable, como una obra que une la acción, la interrogante, el suspenso y la belleza, en un libreto sensacional y siguiendo la pauta de una cámara totalizadora, indiscreta, plausible técnicamente, en su ambición de describir de una forma audiovisual, al tumultuoso corazón helado del ser humano.