Hemos visto un Estado sobredimensionado, capturado por operadores políticos, donde empresas públicas acumulan pérdidas impensadas mientras sostienen sueldos estratosféricos, incluso cuando gestionan mal. Todo ello financiado por los mismos ciudadanos a quienes se les exige más impuestos, más sacrificios y más paciencia.

Hablar de la “resurrección del modelo” es partir desde una premisa equivocada. Nada ha vuelto de la muerte, porque aquello que hoy algunos descubren con sorpresa nunca dejó de estar vivo en la conciencia de la ciudadanía. Lo que estamos presenciando no es un renacer ideológico, sino la confirmación de algo mucho más simple, más humano y más profundo: las personas quieren vivir de su esfuerzo, en paz, con certezas y sin tutelajes innecesarios.

La verdadera motivación de la ciudadanía jamás estuvo en planes refundacionales ni en discursos grandilocuentes sobre nuevas formas de organización social. Lo que la gente ha buscado siempre —y sigue buscando— es acceder a la casa propia, contar con un empleo digno que permita dar tranquilidad y proyección a su familia, y vivir con la seguridad de que su esfuerzo no será permanentemente castigado ni condicionado por la arbitrariedad del poder político.

El problema nunca ha sido el individualismo, sino el egoísmo que emana del propio Estado cuando la voluntad de quien ejerce el poder pretende imponerse al ciudadano. Es precisamente allí donde se reivindica el Estado Subsidiario, pese a las múltiples caricaturas que se han construido en su contra. En lo esencial, este principio reconoce el legítimo derecho de las personas a levantarse sobre sus propios pies.

Dicho de forma simple, implica permitir que cada persona pueda construir su proyecto de vida sin depender del favor de un burócrata, sin someterse al criterio cambiante de un funcionario ni a la lógica del subsidio permanente. La ciudadanía no quiere un Estado que la dirija; quiere un Estado que la respete.

Lee también...
La resurrección del modelo Lunes 29 Diciembre, 2025 | 09:33

Durante años se intentó instalar la idea de que el problema de Chile era “el modelo”, cuando en realidad el problema ha sido la incapacidad política de cumplir y hacer cumplir reglas básicas.

Hemos visto un Estado sobredimensionado, capturado por operadores políticos, donde empresas públicas acumulan pérdidas impensadas mientras sostienen sueldos estratosféricos, incluso cuando gestionan mal. Todo ello financiado por los mismos ciudadanos a quienes se les exige más impuestos, más sacrificios y más paciencia.

Persistir en sostener estructuras inviables solo para mantener empleos que no se sostienen por sí mismos no es justicia social; es irresponsabilidad fiscal y una falta de respeto al esfuerzo de millones de chilenos. Y eso la ciudadanía lo ha entendido con claridad. Lo ha rechazado en las urnas, en el debate público y en su creciente desconfianza hacia una élite política que predica igualdad, pero administra privilegios.

Por eso, no hay aquí ninguna resurrección. Hay una confirmación. La confirmación de que el único modelo viable es aquel que reconoce al individuo como un ser capaz, libre y responsable: un modelo de libre mercado con reglas claras, estables y respetadas por todos. Sin amiguismos, sin leyes hechas a la medida de determinadas familias o conglomerados económicos, pero tampoco con un Estado que invada la esfera privada y reemplace la iniciativa personal.

No es casualidad que esta señal se haya reiterado una y otra vez en las urnas. Ya son cuatro ocasiones consecutivas en que los electores han dicho no a un cambio de modelo: el 4 de septiembre de 2022, con un rechazo contundente al Estado Social de Derecho; el 7 de mayo de 2023, con una clara mayoría republicana contraria al proceso; el 17 de diciembre de 2023, cuando dicha figura —aunque atenuada por normas republicanas— seguía presente en la propuesta; y ahora, con el triunfo de José Antonio Kast, como una nueva ratificación de que no se demanda un cambio de modelo, sino que se cumpla el que ya tenemos: nuestras leyes, nuestras reglas.

Resulta insostenible mantener los privilegios existentes en el aparato estatal a costa del sacrificio de emprendedores y trabajadores.

La ciudadanía no está pidiendo milagros ni utopías. Está pidiendo claramente algo mucho más razonable: que la dejen trabajar, decidir y vivir tranquila. Y esa convicción, lejos de morir, nunca se fue. Por eso, mal podría hablarse de una resurrección.

Raimundo Palamara Stewart
Abogado
Presidente Fundación Fuerza Ciudadana

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile