La pregunta que abre el año que viene no es si Palestina resistirá. La pregunta es si el mundo resistirá la tentación de normalizar lo inaceptable.
Palestina sufre un nuevo año, cerrando un ciclo que no debió existir. Otro año de vida cotidiana marcada por la muerte, el desplazamiento, el hambre, la demolición, el miedo y la amenaza. Otro año en que la frase “cese del fuego” circuló como un deseo, desmentido por la realidad. Otro año en que las autoridades de la comunidad internacional hablaron mucho, actuaron poco y, en demasiados casos, a diferencia de la base social de sus propios países, miraron hacia otro lado para cuidar otros intereses.
Por eso, el debate que debemos abrir no es solo por Palestina, sino también sobre el orden internacional: sus principios anestesiados, sus compromisos incumplidos, sus organismos lentificados. Porque cuando un pueblo puede ser arrasado sin consecuencias proporcionales; cuando los civiles pierden su condición de límite moral; cuando el derecho se invoca para discursos de autosatisfacción del poder y se elude para decisiones de acción, lo que se erosiona no es un conflicto lejano, sino la arquitectura que sostiene la convivencia entre Estados. Así, el mundo pierde protección en materia de derechos humanos y abandona la promesa, siempre imperfecta, de justicia universal.
Este año quedó en evidencia algo decisivo: Palestina ya no es únicamente una causa humanitaria. Es un espejo viviente en el que se refleja el valor real de las normas que decimos respetar.
Palestina aparece como una pregunta incómoda que obliga a gobiernos, parlamentos, medios y sociedades a elegir entre el derecho internacional como mandato vinculante o como un lenguaje diplomático ornamental, hecho de protocolos vacíos que encubren una cruel —o al menos indiferente— autosatisfacción.
El saldo político de fin de año fue nítido: Palestina ha hecho real la disputa por el sentido de conceptos fundamentales. ¿Qué significa “seguridad” cuando se invoca para justificar masacres colectivas? ¿Qué significa “autodefensa” si termina degradando la vida civil a daños colaterales masivos y permanentes sobre inocentes? ¿Qué significa “proceso de paz” cuando la ocupación usurpadora se consolida en los hechos y la solución política se vuelve una promesa sin calendario?
Esperanzadoramente, más allá de los poderes formales, en la oscuridad hay señales del futuro para celebrar el año nuevo: en muchas ciudades del mundo, nuevas generaciones asumen la solidaridad como una obligación ética sostenida, que compromete sus vidas y no como un gesto simbólico vacío. En la discusión pública global, hoy es más difícil esconder la realidad tras eufemismos. Y, aunque todavía es insuficiente, Palestina volvió a recordarle al mundo una verdad antigua: un pueblo puede ser golpeado, pero no necesariamente derrotado en su identidad.
La pregunta que abre el año que viene no es si Palestina resistirá. La pregunta es si el mundo resistirá la tentación de normalizar lo inaceptable.
El futuro palestino dependerá, por supuesto, de la capacidad de su gente para sostener su tejido social y su horizonte político. Pero también dependerá —y mucho— de la consistencia internacional, de si los Estados están dispuestos a alinear comercio, diplomacia y cooperación con la defensa de los derechos de la persona humana y con sus propios principios. Como lo ha hecho Chile.
Chile tiene una tradición diplomática valiosa: defensa del multilateralismo, respeto por el derecho internacional, promoción de soluciones pacíficas y compromiso con los derechos humanos.
Esa tradición es un activo estratégico que debemos cuidar por el bien de nuestro país; no es una consigna. En un mundo que se fragmenta, los países medianos como Chile no pueden darse el lujo de ser indiferentes a que la ley del más fuerte sustituya a las reglas. Cuando el derecho internacional se debilita, las naciones sin poder militar hegemónico pierden el único escudo realista que tienen: la norma.
Por eso, la cuestión palestina no es solo “un tema de política exterior” más. Es una prueba de coherencia que hace más fuerte a Chile.
Debemos mantener esta oportunidad de afirmar un principio que a Chile le conviene en todos los frentes: que las normas se aplican igual para todos, o dejan de ser normas.
El desafío, entonces, no es solo condenar. Es actuar con criterio y persistencia. Fortalecer una política exterior basada en derechos humanos significa sostener posiciones claras en los espacios multilaterales, promover mecanismos de rendición de cuentas, cuidar el lenguaje diplomático para que no encubra la deshumanización y revisar las relaciones económicas y de cooperación a la luz de las obligaciones internacionales.
Significa, además, que los líderes políticos deben hacer pedagogía interna: explicarle a la sociedad chilena que el derecho internacional no es una abstracción, sino una defensa concreta de nuestra propia soberanía y seguridad.
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