Cada estrella en el cielo es otro Sol tan lejano que apenas se ve como un pequeño puntito de luz. Aún más, nuestro Sol ni siquiera es una estrella especial; el universo está lleno de estrellas más grandes y brillantes que la nuestra. Y nuestro planeta es sólo un mundo más entre muchos que giran en torno del Sol. Y para acabar con cualquier sentimiento egocéntrico, poseer planetas es común también: ahora sabemos que como parte del proceso de formación de estrellas es normal que nazcan mundos que las orbiten.

¿Cómo llegamos a estos descubrimientos asombrosos? ¿Cómo logramos entender nuestro lugar en el universo que nos rodea? Es un misterio fascinante, ya que parece algo imposible de alcanzar. Por ejemplo, ningún pueblo indígena de América pudo siquiera intuir que las estrellas eran soles distantes en lugar de señales divinas. ¿Cómo podría alguien darse cuenta de algo tan extraordinario?

Por eso hoy, día de la astronomía, le contaré la emocionante historia del hombre que descubrió el universo.

Descubrir nuestro lugar en el universo es un desafío imposible. Los seres humanos tenemos la tendencia de sentirnos el centro de todo, y es que, al observar el cielo, parecemos serlo. Vemos que el Sol y la Luna salen y se ponen, girando en torno a nosotros día tras día y noche tras noche. En las noches oscuras las estrellas se ven como puntitos de luz fijos en una bóveda que rota en torno de nosotros. Noche tras noche las mismas constelaciones giran en torno de nosotros. Sólo cinco puntitos de luz se mueven con respecto de las demás estrellas, siguiendo un camino errático en el cielo. Pero ellos también parecen girar en torno de nosotros. No es de extrañar que nos creamos el hoyo del queque.

El matemático

El descubridor de universos de nuestra historia es Aristarco, y vivía en una islita griega llamada Samos hace más de 2.300 años. Su mente estaba enfocada en una pregunta: ¿cuán lejos está el Sol? Otros humanos iban a nacer miles de años después y desarrollarían la tecnología necesaria para responder esa pregunta; sin ella es imposible hacerlo. Pero él no sabía eso, y su mente sin barreras se lanzó a hacer lo imposible.

Aristarco tuvo la idea brillante de usar la Luna para medir la distancia al Sol. Él ya sabía que la Luna era un mundo, una idea revolucionaria en su tiempo. De hecho, otro sabio griego que vivía en la gran ciudad de Atenas casi fue asesinado por proponer la conjetura de que quizás la Luna y el Sol fueran cosas y no divinidades. Pero Aristarco era provinciano y por eso mismo tenía la libertad de pensar lo que se le diera en gana. Él sabía que la Luna era un mundo aproximadamente esférico y que por eso tenía fases. Además, comprendía que uno veía fases en la Luna porque ella reflejaba la luz del Sol. Así, dependiendo del ángulo, uno veía un trozo iluminado mayor o menor de la Luna.

En un atardecer, Aristarco estaba observando la Luna alta en el cielo mientras el Sol se ponía en el horizonte. La Luna se veía justo mitad y mitad, exactamente mitad iluminada y mitad en la sombra. Era una bella escena, pero los ojos de su imaginación le hicieron ver mucho más. Se percató de que en ese preciso instante, la Tierra, la Luna y el Sol forman un triángulo rectángulo con la Luna como el vértice en donde está el ángulo recto.

Por lo tanto, si en ese momento pudiera medir el ángulo que se forma desde la Tierra entre el Sol y la Luna, y si además supiera a qué distancia estaba la Luna, entonces, usando geometría básica, podría descubrir la distancia entre la Tierra y el Sol. Mientras más cercano a 90° fuera el ángulo entre la Luna y el Sol vistos desde la Tierra en ese instante especial, más lejos estaría el Sol.

El razonamiento lógico de Aristarco hace 2.300 años es perfecto, ¡no tiene fallas! Pero hay un problema tecnológico que dificulta la medición astronómica. Ahora sabemos que el Sol está muy lejos de la Tierra, a unos 150 millones de kilómetros. Por lo tanto, el ángulo entre el Sol y la Luna visto desde la Tierra en ese momento de “mitad y mitad” es muy cercano a 90º. Ahora sabemos que es imposible hacer esta medición correctamente sin tecnología sofisticada, pues el más mínimo error de llevaría a conclusiones equivocadas. Pero Aristarco desconocía que esto era imposible para sus ojos humanos y sus instrumentos primitivos, así que midió mal y pensó que el ángulo era de 87º. Aunque se equivocó, lo importante es que su concepto era correcto y, sobre todo, ¡lo intentó!

Sin embargo, otro ingrediente en su razonamiento era conocer la distancia entre la Tierra y la Luna. ¿Cómo podría alguien, un simple humano hace más de dos mil años, conocer la distancia a la Luna? Aristarco pudo lograrlo porque su amigo Eratóstenes, en Egipto, ya había medido el tamaño de la Tierra ¡usando sombras, pies y cerebros!

Lo inconcebible

Usando otra construcción geométrica completamente correcta y esta pista de su amigo Eratóstenes, Aristarco utilizó la sombra circular de la Tierra proyectada sobre la Luna durante un eclipse lunar para calcular la distancia entre la Tierra y la Luna. Nuevamente, la idea era brillante y la construcción geométrica, perfecta. Sin embargo, la medición era muy difícil, y nunca nadie había intentado algo ni remotamente parecido, por lo que las mediciones resultaron imprecisas. Concluyó erróneamente que la Luna estaba a una tercera parte de la distancia real. Dado sus limitados recursos, lo que hizo fue una hazaña y, lo más importante, ¡lo intentó!

Con estos ingredientes, Aristarco se embarcó en el cálculo de la distancia al Sol. Por supuesto, dado que ni el ángulo ni la distancia a la Luna estaban bien medidas, la respuesta a la que llegó como distancia entre la Tierra y el Sol era incorrecta. Sin embargo, se dio cuenta de algo muy importante: el Sol está mucho más lejos de nosotros que la Luna. No sólo un poco más lejos, si no que muchísimo más lejos. Por supuesto, ¡Aristarco estaba eufórico de encontrar la sorprendente respuesta que buscaba! Finalmente, sabía cuán lejos estaba el Sol. Sin embargo, su felicidad no duró mucho. Debe haber sentido pánico cuando en sus cálculos surgió ¡un problema cósmico que destrozó su visión del universo!

Al descubrir a qué distancia estaba la Luna, entonces también podía estimar su tamaño, y concluyó correctamente que es mucho más pequeña que la Tierra. El problema con eso es que cuando hay un eclipse solar, la Luna cubre el Sol exactamente por completo. Eso significa que desde la Tierra, el Sol y la Luna se ven del mismo tamaño. Pero, razonó correctamente Aristarco, el Sol está muchísimo más lejos de la Tierra que la Luna. Por lo tanto, el Sol tiene que ser mucho más grande que la Luna para que desde la Tierra ambos se vean del mismo tamaño. Peor aún, al realizar el cálculo Aristarco se dio cuenta que el Sol tiene que ser ¡mucho más grande que la Tierra! De nuevo, Aristarco subestimó el tamaño exacto del Sol por lo primitivo de sus instrumentos, pero sí llegó a la conclusión perturbadora e inevitable de que el Sol debía ser enorme en comparación con la Tierra.

¿Por qué perturbador? Porque hasta ese momento Aristarco pensaba, al igual que sus contemporáneos, que la Tierra era el centro de todo. Todos pensaban que el Sol debía ser una pequeña luz en el cielo girando en torno de nosotros. Pero ahora las cosas se veían un poco ridículas para Aristarco. Si la Tierra fuera el centro de todo, entonces tendríamos una tierrita chiquitita en torno a la cual giraba un solsote gigantesco.

Frente a este puñetazo del universo, Aristarco tuvo el coraje de pensar en lo impensable: ¿no será que tal vez es la Tierra la que gira en torno al Sol?

Pero esa idea abre las puertas a otras aún más extrañas y perturbadoras. Al principio le dije que hay cinco puntitos de luz que parecen vagar erráticamente en el cielo respecto de las estrellas. Pues bien, Aristarco, hace más de dos mil años pensó en qué sucedería si hubieran otros mundos como el nuestro, también dando vueltas en torno al Sol. ¿Cómo veríamos desde uno de estos otros mundos a la Tierra? La respuesta fue sorprendente: la Tierra se vería como un pequeño puntito de luz vagando por el cielo. Así, Aristarco concluyó que esos puntitos de luz errantes eran otros mundos.

Esa es la respuesta correcta. Vagabundo en griego se dice planētai (πλανῆται). Esos cinco puntitos vagabundeando por el cielo son otros mundos, los planetas del sistema solar que podemos ver a simple vista.

A las puertas del universo

Es asombroso, pero estamos sólo entrando en el portal de lo increíble. Aristarco razonó que si la Tierra gira en torno a un Sol gigantesco muy lejano, entonces estamos como en un carrusel cósmico. Deberíamos ver las estrellas cambiar de posición a medida que giramos alrededor del Sol. Pero no es así: las estrellas parecen fijas e imperturbables a simple vista. ¡Qué extraño! ¿Cómo resolver ese enigma? Aristarco encontró la solución al pensar en algo similar a lo que ocurre cuando conduces un automóvil y miras cosas cercanas y lejanas. Las cosas cercanas, como los árboles en la carretera, parecen cambiar de posición rápidamente. Pero los cerros que están muy lejos, no. Uno los ve casi como si estuvieran quietos, pese a que te estás moviendo. Aunque faltaban más de dos mil años para tener automóviles, Aristarco razonó de la misma forma: si no vemos las estrellas moverse, significa que están muy lejos. Sin embargo, al hacer los cálculos, Aristarco se percató que estos puntitos de luz no sólo estaban lejos: estaban terriblemente lejos. Las distancias hasta las estrellas dan vértigo, son casi inimaginables. El universo parecía ser muchísimo más grande de lo que cualquier humano hubiera imaginado en sus sueños más alucinantes.

Pero esto planteó otro problema. Si las estrellas estaban tan increíblemente lejos, ¿cómo es posible que las podamos ver? Si fueran fogatas, no las veríamos desde esa enorme distancia. Aristarco tuvo otra explosión de genialidad. ¿Qué pasaría si tomáramos nuestro Sol gigantesco y lo pusiéramos así de lejos? ¿Cómo lo veríamos? Concluyó correctamente que en ese caso, nuestro Sol se vería sólo como un puntito de luz.

Así, una idea salvaje cruzó la mente de Aristarco: ¿no serán las estrellas otros soles tan increíblemente lejanos que sólo los vemos como pequeños puntitos de luz? Más aún, si las estrellas son otros soles, ¿no sería posible que en torno de esos otros soles orbitasen también mundos como el nuestro?

Con estas preguntas, el universo se abrió frente a Aristarco. Al pensarlo, me quedo con la boca abierta y siento un escalofrío recorriendo mi espalda. Hace más de veinte siglos, alguien solo con sus ojos y su mente descubrió correctamente los fundamentos de la estructura del universo. ¿Cómo lo hizo?

La clave fue su mente audaz y desprejuiciada. Aristarco no era sólo un “pensador” como los antiguos filósofos de la Grecia clásica. En su humildad, dialogaba con el universo. Pensaba una idea, y luego contrastaba las consecuencias de esa idea con una observación que trataba de realizar lo mejor que podía con sus instrumentos primitivos. El resultado era un puñetazo del universo gritándole en su cara que sus ideas eran absurdas. En lugar de quebrarse, Aristarco cambiaba de idea vez tras vez, observación tras observación, en un diálogo cada vez más íntimo con el universo.

Este diálogo con el universo es lo que continuamos usando hasta el día de hoy. Se llama Ciencia, y cambió el mundo. Es emocionante pensar que Aristarco, el científico, estaría orgulloso de vernos en nuestra época y darse cuenta de que en 1992 por fin pudimos verificar que él tenía razón: en torno de otras estrellas orbitan exoplanetas, algunos de ellos mundos similares al nuestro.

La Ciencia no nos entrega verdades absolutas. Nos entrega algo mejor: conocimiento honesto y real sobre el universo. Siempre evolucionando, siempre mejorando, la Ciencia nos entrega vez tras vez una imagen cada vez más asombrosa de la realidad. Y es que, al igual que hace dos mil años, para aquellos que poseen mentes desprejuiciadas y miradas audaces, una sorpresa increíble siempre está esperando a ser descubierta.

Dr. Fernando Izaurieta, Físico Teórico. Facultad de Ingeniería, Arquitectura y Diseño, Universidad San Sebastián.

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