El pueblo no se ha equivocado, como a veces se insinúa desde cierta superioridad ilustrada. La gente vota como puede, con lo que ve, con lo que siente, con las señales que recibe. Si no votó por la izquierda, habrá que hacerse cargo. Es decir, algo no se hizo bien.
Entre los muchos análisis que circulan tras la reciente elección, hay uno que resulta ineludible: la izquierda chilena –y en especial el sector del Socialismo Democrático– debe preguntarse, sin rodeos, qué hizo mal.
No se trata de repartir culpas ni de dictar penitencias, nadie ha cometido un crimen, ni se trata de una tragedia nacional. Pero sí de una derrota política mayor, y lo mínimo que corresponde es mirar el resultado de frente, sin evasivas ni autoengaños.
El primer reflejo suele ser echarle la culpa al empedrado: que el neoliberalismo sigue vivito y coleando, que las secuelas de la dictadura aún pesan, que los medios inclinan la balanza, que las redes sociales manipulan al electorado. Todo eso puede tener algo de cierto, pero usarlo como explicación central es quedarse corto, y cómodamente en paz.
El pueblo no se ha equivocado, como a veces se insinúa desde cierta superioridad ilustrada. La gente vota como puede, con lo que ve, con lo que siente, con las señales que recibe. Si no votó por la izquierda, habrá que hacerse cargo. Es decir, algo no se hizo bien.
Uno de los errores más evidentes ha sido el intento (malogrado, además) de apropiarse a la rápida del lenguaje de la derecha, sobre todo en temas como seguridad, migración o crecimiento económico. Se intentó calzar con ese traje sin relato ni valores propios. Y en política, cuando se copia el libreto del adversario, se termina reforzando su original, no construyendo una alternativa. Se repitieron eslóganes como “el que la hace la paga”, se ondearon banderas como reflejo tardío, y se habló de crecimiento solo cuando ya era demasiado evidente que no hacerlo era suicida.
Peor aún ha sido el silencio ante ciertas propuestas aberrantes: pena de muerte, minas antipersonales en la frontera (Camila Flores, hoy electa senadora), o el famoso “cárcel o tumba” que se lanzó sin rubor en el último debate presidencial (solo Mayne-Nicholls levantó una objeción de principios). Frente a esas salidas inhumanas, hubo o timidez o silencio calculado. Pero no hubo una respuesta clara, ni una defensa nítida de los postulados más básicos del humanismo democrático. Se dejó el espacio vacío, sin que el elector pudiese saber esas otras razones.
También preocupa el desfase cultural y político. Mientras parte relevante del país vive las cotidianas apreturas –por las deudas, la salud, los arriendos, la inseguridad o la estrechez de la vejez–, buena parte del progresismo sigue discutiendo en claves que le resultan alejadas, cuando no francamente irritantes.
Las demandas, legítimas por supuesto, de reconocimiento a la diversidad, el medioambiente, los animales, la alimentación sana, la vida rural y otras reivindicaciones, han sido encapsuladas en un discurso a veces excluyente de los problemas de seguridad (de todo tipo) y bolsillos apretados que muchas personas sienten más cercanos y apremiantes. Es lo que se llama la izquierda wokista que incluso ha echado raíces en los tradicionales partidos de los trabajadores y las clases medias.
En medio de ese vacío, ha vuelto a crecer el fenómeno Parisi. Ahora tiene bancada y se convierte en la llave maestra en la negociación Gobierno-Parlamento, de quienquiera que gane la presidencia el próximo 14 de diciembre. Con un lenguaje llano, tirando a simplista, provisto de “un programa de digestión fácil” (Carlos Peña dixit) captó muy bien una parte del malestar que él no generó, pero que supo aprovechar. La izquierda, en vez de enfrentarlo con argumentos fuertes y propuestas serías, lo miró con desdén o como una rareza política. Craso error.
La idea de patria –una palabra que aún resuena fuerte– también se dejó en manos del adversario. Se miró la idea de patria con distancia, con cierta sospecha (más vale no recordar la ignominiosa perfomance con la bandera del 27 de agosto 1922). Mientras tanto, desde otros sectores se la llenó de símbolos, himnos, orden y orgullo. Y cuando se intentó recuperarla, ya sonaba a imitación. Pero la patria también puede ser otra cosa, y esto desde la mirada de izquierda: justicia social, memoria, comunidad, tradiciones populares. Allí había otro espacio para reivindicar. Se dejó pasar.
En suma, el progresismo chileno ha perdido iniciativa, relato atractivo, capacidad de persuasión. Ha confundido pragmatismo sin renovación, matiz con renuncia, diversidad con fragmentación social. La derrota del pasado domingo no es un accidente. Es la consecuencia de haber dejado de representar a quienes se decía, y se debía representar.
En todo este marco, se insiste aún en las consignas reactivas: denunciar todo, criticar a todos, despotricar contra los empresarios, contra Milei, contra las AFP, contra la OCDE, contra Occidente, contra todo lo que se mueva fuera del eje propio. Pero a favor de qué, exactamente. ¿Dónde están las ideas centrales entusiasmen a la mayoría? ¿Dónde, el proyecto que dé ganas de sumarse y no solo de resistir?
De cara al balotaje, queda poco tiempo, pero no es tiempo perdido si se actúa con honesta y previa reflexión (por dura que sea) antes de lanzarse a la calle. No hay que renegar del pueblo (ni repetir la tontera de los “fachos pobres”), ni intentar “educarlo” a la fuerza. No hay que imitar a Parisi, ni competirle en el TikTok.
Pero sobre todo, hay que recuperar la voz propia: clara, valiente, sencilla. Volver a hablar de las cosas que de verdad le importan a la gente, sin esconder los principios humanistas que desde siempre nutren al socialismo democrático. Las derrotas son mejores si se sufren con las ideas y los valores propios en alto, sobre todo, con vista al posterior e imperioso resurgimiento político.
Esta columna no pretende cerrar nada ni repartir recetas. Es apenas una primera y modesta reflexión. Vendrán otras notas, con más pausa y distancia. Pero si sirven para contribuir al debate, sin eufemismos ni consignas vacías, ya habrá cumplido su sencillo propósito. Porque lo que está en juego no es solo una segunda vuelta: es la posibilidad de que la izquierda democrática vuelva a contar de verdad.
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