Hace algunos días publiqué una columna dedicada al significado que las anacrónicas aspiraciones imperiales de la Rusia de Vladímir Putin representan para Europa y para el conjunto de la comunidad (y la paz) mundial.

Una amenaza material que —en los campos de batalla ucranianos— suma más de 1,2 millones de bajas entre ambos bandos. Pese a ello, transcurridos 50 meses desde el inicio de la “operación militar especial” de Putin, ninguno de sus “objetivos estratégicos” ha sido alcanzado. La “guerra de desgaste” está lejos de terminar.

Mientras el conflicto se prolonga —y la ayuda europea se fortalece—, la frustración rusa crece. Esta se expresa en “acciones de guerra híbrida”, es decir, agresiones no convencionales realizadas por “activos independientes” encargados de campañas de desinformación, intervención en la vida política de países limítrofes y, especialmente, ataques informáticos a instalaciones y servicios europeos de infraestructura, transporte, energía, banca y otras actividades esenciales.

Todo en paralelo a un esfuerzo por publicitar la gravedad que —para “los occidentales”— representan los “misiles nucleares tácticos ultrasónicos rusos”.

En términos de los principios de derecho consagrados en la Carta de Naciones Unidas, se trata de la “amenaza del uso de la fuerza” para conseguir un objetivo geopolítico: que Europa y el mundo abandonen a Ucrania a su suerte.

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La razón de la sin razón

Entre los comentarios recibidos a nuestra columna se cuentan algunos que consideran que Putin “tiene derecho a recuperar la Rusia histórica”, mientras que otros culpan a la “Europa woke” de haber provocado el conflicto ucraniano.

Nada de esto es así. Rusia no tiene derecho a modificar unilateralmente sus fronteras, mientras que ni el feminismo ni el ambientalismo están en la lógica de la agresión a Ucrania.

Respecto de lo primero, conviene recordar que, un mes después del golpe de Estado en contra de Gorbachov (agosto de 1991), la URSS reconoció formalmente la independencia de Lituania, Estonia y Letonia, hoy miembros de la UE y de la OTAN. Luego, en 1992, esa decisión fue ratificada por el gobierno de Boris Yeltsin, el cual enseguida retiró tropas y armas rusas de los países bálticos.

A cambio, las minorías rusoparlantes que permanecieron en esos países recibieron iguales derechos políticos. Esas minorías tienen representación parlamentaria y ni siquiera están obligadas a hablar el idioma del país.

En el caso ucraniano, los “Acuerdos de Belavezha” (Minsk, diciembre de 1991, para disolver a la Unión Soviética y establecer la “Comunidad de Estados Independientes”), devolvieron los límites a los existentes antes de la Revolución Bolchevique de 1917. Tales límites incluían en Ucrania a la región del Dombás y la Península de Crimea.

Luego, en el ámbito de dicha “Comunidad”, Kazajstán, Bielorrusia y Ucrania renunciaron en favor de Rusia al derecho de la exURSS al asiento de Miembro Permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Después, en 1994, bajo los auspicios de Estados Unidos y del Reino Unido, Ucrania y Rusia suscribieron el llamado “Memorándum de Budapest”, por el cual esta última adhirió al Tratado de No Proliferación Nuclear y transfirió a Rusia cientos de armas atómicas soviéticas estacionadas en su territorio.

A cambio de este arsenal nuclear, Rusia volvió a reconocer los límites de Ucrania y se comprometió a no usar la fuerza en contra de su vecino. Eso, no obstante, ya es historia.

La tentación del “hombre fuerte”

Putin cuenta en Chile con admiradores que le reconocen la condición de “hombre fuerte” llamado a detener la decadencia de su país. También, la de “defensor de los valores de la cristiandad”, una especie de “figura providencial” empeñada en la defensa de “los valores del Evangelio”.

No es así. Desde su veloz ascenso de coronel de la KGB a sucesor de Boris Yeltsin y Presidente ad eternum, Putin no demostró ni voluntad de entendimiento ni compasión con sus adversarios. Tampoco conmiseración con expartidarios, como exministros muertos en luctuosas circunstancias, o con el mercenario Evgueni Progozhin, fundador del Grupo Wagner, su brazo armado en las guerras civiles de Siria y Sudán, y “punta de lanza” en la invasión de Ucrania (muerto en un “accidente aéreo”).

Durante tres décadas aferrado al poder, Putin amasó una fortuna calculada en cientos de millones de dólares, a la vez que terminó de enriquecer a su entorno, que, en tono semi serio, la prensa europea refiere como “la familia Oligarski”.

El férreo control de los medios, la censura en internet y la persecución de minorías y disidentes (recuérdese el dramático caso de Aleksei Navalni) son otras de las características esenciales del régimen de “Putin el hombre fuerte y providencial”.

A pesar de contar con el monopolio del poder, ese “hombre providencial” tampoco logró acortar la distancia que, en desarrollo y bienestar, existe entre Rusia y Occidente. En términos de PGB, en 2025 la economía rusa ocupa el undécimo lugar en el mundo, por debajo de países como Francia, Italia, Canadá y Brasil. Considerado per cápita, el PGB ruso ocupa el lugar 47°.

La falacia de “Vladímir el conquistador”

Ese poder tampoco fue suficiente para lograr la conquista de Ucrania.

La ofensiva de 2022 fue rechazada y, desde entonces, las fuerzas rusas perdieron cientos de miles de hombres, miles de blindados, artillería y otros equipos.

Su aviación no logró la supremacía aérea y permanece reducida a operaciones a distancia con drones iraníes y bombas antiguas “dotadas de alas” (que carecen de precisión y explican la destrucción a mansalva sobre objetivos civiles ucranianos). La Armada rusa perdió algunas de sus naves más sofisticadas y hoy no usa los puertos de Crimea porque se agrupa en la costa oriental del Mar Negro, lejos de la resistencia ucraniana.

Nada que celebrar. Si Putin soñaba con un selfie en Kiev, eso no sucederá. Incluso, su intrépida incursión en la región de Kursk anotó la primera invasión del supuestamente inexpugnable territorio ruso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Rusia y la agenda woke

Por décadas fue evidente que, mientras Rusia modernizaba sus capacidades militares, la mayor parte de Europa se volcaba a una agenda global (o woke) centrada en cuestiones de género (feminismo, aborto desregulado y derechos para minorías sexuales), migratorios (ingreso masivo de migrantes) y ambientales (prohibición de energías convencionales y “transición energética”).

Mientras no está empíricamente demostrado que políticas feministas mejoraran la eficiencia o la competitividad europea, sí está claro que el aborto es un factor en la caída de la natalidad (con su futuro efecto sobre las pensiones), y que la migración masiva se convirtió en una pesada carga para los sistemas de salud, educación y seguridad social de muchos países, amén de un factor de inseguridad. En este ámbito, el malestar europeo recién comienza a manifestarse.

En el campo ambiental, los europeos fueron vanguardia en exigencias y prohibiciones a diversas industrias, como la automotriz. A esta se le exigió acelerar la transición energética, sin considerar costos ni efectos sobre el empleo, la innovación y la competitividad (y la inflación).

El sector del automóvil fue obligado a virar hacia los autos eléctricos, sin prever que —en un contexto en el que eclosionaba la industria china del automóvil eléctrico— el costo final lo pagaría el consumidor de clase media.

Este caso ilustra el espíritu con el que gran parte de Europa fue gobernada por administraciones que confundieron “el querer ser” con la realidad. Hoy, en muchos países, esa manera de hacer política está generando una suerte de reacción alérgica, que coincide con la elección de Donald Trump en Estados Unidos.

No obstante, si bien es cierto que la agenda global que mantuvo a los europeos mirándose el ombligo impulsó restricciones a las energías convencionales, también promovió la acelerada transición energética que comienza con la disminución de las importaciones de gas y petróleo rusos.

Es más: ni la cuestión ambiental ni la discriminación positiva para transexuales explican la invasión de Ucrania. La lógica se encuentra en el cálculo de Putin para restaurar las fronteras de la Rusia Zarista y perpetuarse en el poder. Full stop.

El nuevo muro europeo

La guerra en Ucrania y la guerra híbrida rusa sobre Europa catalizaron la ampliación de la OTAN, que ahora está abocada a rearmarse y a levantar un muro de defensa desde el Ártico hasta el Mar Negro.

Independiente de los “esfuerzos pacificadores” de Donald Trump (que parece haber cambiado de opinión respecto de Putin), en el corto y mediano plazo, Europa y el mundo vivirán al borde de un conflicto de lógica anacrónica.

En términos valóricos, esto implicará optar entre “la democracia de Putin”, de libertades mínimas y sin control político ni fiscal (un régimen de “derecho divino” del siglo XVIII), y la democracia occidental contemporánea que —con todas sus falencias y errores— sigue sostenida en los valores del humanismo cristiano y republicano, con libre alternancia en el poder y con libertades y controles político-sociales propios de sistemas de convivencia del siglo XXI.