Le deseo suerte al nuevo alcalde, aunque su mal humor considere esto una ironía.

No tengo particular aprecio por Mario Desbordes, cuyo apellido suele representar su estilo. Sin embargo, creo que algunos de los lineamientos de su proyecto de seguridad para la comuna de Santiago son pertinentes y constituyen un posible avance para mejorar las condiciones de la comuna, emblemática además por ser el centro histórico de la ciudad capital.

Desbordes ha señalado fundamentos académicos de su proyecto y se verifica en ellos un nivel de conocimiento sobre el punto que debe ser aplaudido. Ha enfatizado la necesidad de abordar las incivilidades como parte fundamental de su estrategia de seguridad para la comuna.

Primer paso: enfrentar las incivilidades

En una entrevista, afirmó:

    “Lo primero que hay que enfrentar son las incivilidades, dado que usted no va a derrotar el crimen si no enfrenta primero las incivilidades”.

Entre las medidas propuestas por él, destaca la limpieza, iluminación, pintura, instalación de cámaras y aumento del personal de seguridad municipal, con el objetivo de recuperar los espacios públicos y mejorar la calidad del entorno urbano. Estas propuestas de Desbordes se alinean con la “Teoría de las ventanas rotas” de Wilson y Kelling, que postula que el desorden visible en el entorno urbano, como ventanas rotas o graffiti, puede fomentar comportamientos delictivos más graves.

Al abordar las incivilidades y mejorar el ambiente físico, se busca prevenir la escalada hacia delitos mayores, promoviendo un entorno ordenado que disuada la actividad delictiva. Todo esto iría acompañado de la implementación de tecnologías como cámaras de vigilancia con inteligencia artificial y reconocimiento facial, buscando identificar y sancionar conductas incívicas, reforzando el control social y la percepción de seguridad en la comunidad.

Teoría de las ventanas rotas y tolerancia cero en Santiago

En general, esta visión de la seguridad se relaciona con la teoría de “Tolerancia cero”, la que se centra en la idea de que cualquier infracción, incluso las más leves, debe ser sancionada para prevenir la escalada hacia delitos más graves. Esta política fue popularizada en los años noventa en Estados Unidos, especialmente en Nueva York, bajo la administración del alcalde Rudy Giuliani y el comisionado de policía William Bratton.

Los fundamentos sociológicos de esta teoría se relacionan estrechamente con la “Teoría de las ventanas rotas” y el concepto de incivilidades ya mencionadas y que vale la pena profundizar. Planteada por James Q. Wilson y George L. Kelling, esta propuesta se hizo a inicios de los años ochenta, aunque tomó relevancia una década después. Para estos autores, el desorden y el descuido en el espacio urbano, como ventanas rotas, graffiti o basura en las calles, promueven un ambiente que incrementa la probabilidad de delitos mayores.

El experimento de Philip Zimbardo es emblemático: Con un experimento en Palo Alto y el Bronx en los años 60, Zimbardo mostró que los autos abandonados en zonas con señales de desorden eran vandalizados más rápido. Su investigación sugirió que el desorden visible en el entorno urbano puede inducir comportamientos delictivos.

Desde una mirada culturalista, la norma es un valor convertido en una proscripción o una prescripción, es decir, una prohibición o un estímulo y recomendación. La norma no es solo la jurídica, ella es la forma específica en que se busca garantizar la existencia de sanciones o beneficios a partir de un texto expresamente validado como vinculante.

Pero las normas más importantes en la sociedad son las que se ‘negocian’ cada día en cada interacción social. Las normas cambian imperceptiblemente cada día, van y vienen, son flujo y reflujo. Y de pronto, de tanto moverse, llegan a un sitio lejano. La dilución de la norma se suele producir cuando las autoridades no respetan las normas, ya sean las sociales o las legales.

Comer pizza en el momento inoportuno políticamente golpea a alguien de izquierda o de derecha, como ha ocurrido en distintos momentos. La norma está hecha de historia, de valores vigentes y de compromisos. Narraré una historia investigativa que refleja estas complejidades.

El malestar social y el desequilibrio normativo

Tuve la oportunidad de ser director en una investigación donde uno de los etnógrafos compartió una experiencia reveladora. Este investigador, que había estado observando las conductas de lectura en el transporte público durante las horas punta, se encontró con una escena que capturaba una profunda expresión de descontento social.

Una mañana, mientras viajaba en autobús, un inspector subió para controlar el pago de los usuarios. Con su máquina revisaba cada tarjeta BIP, exigiendo a quienes no hubiesen pagado que lo hicieran o abandonaran el vehículo. En ese momento, se dirigió a un señor bien vestido y le pidió su tarjeta.

El hombre, en un tono firme, se negó, argumentando que la tarjeta era suya y que no tenía por qué mostrarla. Tras insistir y ver que no cedía, el inspector decidió llamar a la policía.

La situación escaló, y con la llegada de la policía, el hombre finalmente mostró su tarjeta. Pero lo hizo acompañado de una denuncia cargada de frustración: todos los días, dijo, viajaba en autobuses sucios, con puertas en mal estado, ventanas que no se podían cerrar, frío en invierno, calor sofocante en verano. “Nadie se preocupa del servicio, solo de que paguemos”, concluyó.

Su tarjeta BIP estaba pagada, pero su acto provocó una ola de protestas dentro del autobús. El descontento era palpable, tanto que la policía y el inspector se vieron obligados a retirarse.

Al escuchar esta historia, comprendí que esta escena no era simplemente un episodio aislado de resistencia; reflejaba algo mucho más profundo: el malestar social. La rabia en esos momentos era apenas un síntoma de un problema más grande. Había un mensaje en la evasión que mostraba el Transantiago. Incluso la persona que pagaba hacía una protesta porque solo su corrección le hacía pagar, pero ni siquiera tenía ganas de hacerlo probablemente. Había ahí un reproche hacia una institucionalidad que solo parecía interesada en fiscalizar, sin ofrecer un servicio digno a cambio.

Decidimos como investigadores profundizar en los datos de evasión del transporte y cruzarlos con indicadores de malestar social. La correlación que encontramos fue sorprendente: los picos de evasión coincidían con momentos de crisis de confianza en las instituciones y el sistema político. En otras palabras, la evasión era más que un acto individual de desobediencia; era un fenómeno colectivo, una expresión de desaprobación hacia un sistema percibido como negligente e injusto.

Esa experiencia me mostró cómo se construyen las conductas a partir de las normas sociales: no solo desde la imposición o la vigilancia, sino también desde la respuesta que la ciudadanía da a sus instituciones. La evasión, en ese contexto, se transforma en un espejo de la legitimidad institucional, de la confianza en que las autoridades realmente están para servir y no solo para controlar. A esa distancia la llamé, para la comprensión del estallido, “desequilibrio normativo”.

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Mario Desbordes en Santiago: ¿se ganará esa batalla realmente?

Mario Desbordes trae a la derecha una respuesta que Sebastián Piñera y Andrés Chadwick nunca comprendieron. La tesis de su gobierno fue estimular el conflicto con los escolares evasores del metro y asumieron que la violencia deslegitimaría a esos actores.

Convocaron el caos y lo lograron. Pasaron años sin reparar la Alameda, la zona se destruyó. Hace doce o trece años el barrio Lastarria aparecía como una de las zonas más atractivas del mundo en términos turísticos (New York Times y The Guardian), ya que fusionaba patrimonio arquitectónico y un ambiente moderno, con muchos servicios de calidad en lo cultural y en restauración. El gobierno de Piñera y sus intendentes vieron en la decadencia del barrio un posible capital político. Se equivocaron. Los esfuerzos posteriores han sido tímidos.

El proyecto “Nueva Alameda” en realidad es bastante discreto y aunque considero a Claudio Orrego muy trabajador y lo prefiero respecto al otro Orrego, la verdad es que las mejoras requieren un trabajo mayor. Tampoco se destacó en estos ámbitos la alcaldía saliente, que solo al final comprendió qué tipo de doctrina es esencial para mantener la ciudad en cierta armonía.

El tono “Bukele” de Mario Desbordes me incomoda y la vigilancia constante puede convertirse en algo anecdótico si el crimen organizado campea mientras se persigue a graffiteros. Por lo demás, la lógica de “Tolerancia cero” es más compleja: significa que cada vez que se produce una incivilidad, la autoridad debe hacerla desaparecer.

¿Se acabarán los rayados en menos de 24 horas gracias a cuadrillas constantes? ¿Se ganará esa batalla realmente? Es un desafío mayor. Por eso mismo me parece interesante. Le deseo suerte al nuevo alcalde, aunque su mal humor considere esto una ironía.