En el actual modelo construido bajo la forma de República Democrática y protegidos por las garantías del Estado de Derecho, la igualdad, autonomía e independencia de cada una de las funciones estatales es una de las principales características que aseguran la protección de la democracia y la legalidad.

La otra cara del principio de la separación de poderes –en estricto rigor separación de funciones, ya que el poder estatal es uno e indivisible- es la fiscalización recíproca entre los distintos órganos públicos. La idea que subyace tras dichos controles públicos, es garantizar el apego a la Constitución y las leyes por parte del Estado.

Sin embargo, fuera de los controles oficiales, los distintos organismos públicos se ven sometidos al escrutinio público, jugando la prensa –libre- un papel fundamental en la transparencia pública. Por consiguiente, ninguna función pública –aunque así lo pretenda- debe estar libre del escrutinio o de la crítica, tanto de ciudadanos como de otros funcionarios públicos: crítica no significa intromisión. Sin embargo, el Poder Judicial es especialmente celoso en este último punto.

Esperar una total abstención por parte de la ciudadanía o de los otros órganos públicos parece excesivo. Resulta equivalente a pretender tejer en torno a los jueces una especie de inmaculada santidad, que los pondría al margen de cualquier crítica o intromisión.

Nada más alejado de la realidad. Los jueces, como cualquier otro representante del Estado, están sujetos al escrutinio político y democrático en el ejercicio de su importantísima función. Y es que los jueces, en última hora, están llamados a velar por el ordenamiento jurídico que cimienta el Estado de Derecho. Se espera que sus sentencias sean apegadas a Derecho, justas e imparciales, evitando el activismo judicial o la prevaricación bajo cualquier supuesto. Se espera asimismo, cierta prudencia en nuestros jueces, en torno a evitar conductas o declaraciones que los puedan implicar en las causas que conocen, o bien ser recusados por cierto parentesco, afinidad, compadrazgo o preferencia con alguna de las partes que litigan. De allí la especial importancia de que nuestros jueces no sean militantes de partidos, por ejemplo.

Pero la política y la judicatura son compartimientos recíprocamente permeables. Claro, es fácil esperar imparcialidad del juez de letras en lo civil de Puerto Cisnes, pero no resulta tan fácil con un Ministro de Corte de Apelaciones o un miembro de la Corte Suprema. Y especialmente a su Presidente, llamado a ser el vínculo con los otros organismos públicos.

Sin embargo, al igual que la mujer del César, los jueces deben ser –o parecer- prudentes. Y si bien el ministro Ballesteros tiene razón al señalar que una reunión no necesariamente afecta la independencia de los jueces, a veces la prudencia podría indicar que lo mejor para la imagen de un poder del Estado que dicen defender, sería la abstención.

Javier Infante, Columnista Fundación Cientochenta y Académico PUC.