Constituye una paradoja que la reforma educacional que hizo posible el gobierno de la Nueva Mayoría termine siendo un factor principal de declinación de la administración de la Presidenta Bachelet, fragmentando su coalición y dificultando su reproducción en el poder.

Marcelo Mella Polanco

Cientista Político
Facultad de Humanidades de la Universidad de Santiago de Chile, USACh.

Se podría sostener al respecto, junto a los autores de la teoría de la privación relativa (R. Gurr), que la construcción de expectativas sociales sin capacidad de respuesta gubernamental puede ser muy mal negocio. Sin embargo, esta afirmación no es más que un enunciado ex post puesto que no se puede saber a priori qué es poco o qué es mucho en materia de avances de política pública, dadas las circunstancias originales que podríamos conocer pero también dadas aquellas condiciones desconocidas que acaecen en el propio ejercicio de una administración. Los avances, en estos casos, dependen de las características del conflicto sectorial y/o de la gestión de la política.

A este respecto, en el segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2017) se observa un nivel de avance disímil en la elaboración y gestión de políticas sectoriales, siendo un ejemplo palpable de ello el contraste entre los resultados de la política educacional, especialmente en materia de educación superior, y los resultados de la política de energía. Una comparación intuitiva de ambas permite entender mejor las condiciones generativas que inciden en los avances y estancamientos de la agenda pública sectorial, así como las oportunidades y restricciones para sostenerla en un gobierno de coalición con el nivel de fragmentación ideológica interna de la Nueva Mayoría.

Para ambos casos, existió una politización inicial del conflicto durante la administración de Sebastián Piñera y con antecedentes en gobiernos de la Concertación que la precedieron (Ricardo Lagos y primer mandato de Bachelet). En mayo de 2011, durante el segundo año de la administración Piñera, se activó la movilización de estudiantes secundarios y universitarios en rechazo a la alta participación privada en el sector, como también y casi simultáneamente se produjeron las manifestaciones sociales coordinadas por Patagonia sin Represas en rechazo a la aprobación del proyecto Hidroaysén. Se trataba en ambos procesos de demandas que denunciaban, en lo principal, falta de capacidad regulatoria del Estado y mercantilización por parte de los actores estratégicos. A partir de este contexto, en las dos áreas se diseñaron preliminarmente mecanismos participativos que produjeron avances desiguales en el trámite legislativo, en la capacidad regulatoria del Estado, así como también en la generación de sentidos comunes para la política pública.

En educación superior los proyectos de Ley de Nueva Educación Pública (recientemente aprobada por el Congreso Nacional) y la Ley de Universidades Estatales (actualmente en segundo trámite legislativo), han significado tensionar la coalición de gobierno, un desgaste considerable a nivel de opinión pública y rupturas en el sentido común construido por las movilizaciones estudiantiles para un sistema de educación superior “gratuito y de calidad”. Cabe hacer presente que según cifras de la consultora de opinión pública Cadem, esta reforma tenía en abril de 2014 un respaldo del 60%, mientras que en octubre de 2017 llegaba sólo a un 36%, con algunos momentos en el presente año en el que el respaldo llegó a mínimos de 24% o 25% (marzo y julio de 2017, respectivamente).

En el área de la energía, en tanto, la segunda administración Bachelet logró el diseño de la Nueva Política Energética, que traza el camino del sector hasta el año 2050 y que a la fecha ha logrado reforzar el sentido común de los actores involucrados. Concretamente, se ha aprobado la Ley de Transmisión, que modifica el sistema nacional respectivo; la Ley de Equidad Tarifaria; la Guía de Estándares de Participación para el Desarrollo de Proyectos de Energía; la Política Indígena y la Política de Desarrollo Local, todas aristas que impactan en el desarrollo energético y en el de las comunidades involucradas en la generación de energía. Los estudios de opinión pública (Adimark) muestran que este ámbito de gestión, después de tener una evaluación muy negativa durante la administración Piñera, aparece entre los mejor valorados por la opinión pública durante los años 2015 y 2016.

Las diferencias que se pueden observan en la gestión y resultados de la política en ambos sectores, como se ha dicho, guardan relación con condiciones estructurales disímiles derivadas de la dimensión territorial y de la condición organizacional de la contraparte. Por ejemplo, en energía no existe un ente que reúna los intereses de la contraparte estatal a nivel territorial como ocurre con la Confech en educación superior, constituida en todo el país y con capacidad de impulsar movilización a nivel nacional, al menos, año por medio. Existe indudablemente una red de actores que posee cierta capacidad de articulación y movilización nacional (Chile Sustentable, Fundación Terram, Ecosistemas, Patagonia sin Represas, entre otras), pero después de la caída del proyecto Hidroaysén, estas organizaciones no consiguieron activar políticamente la contestación social en Santiago o en las principales ciudades de Chile.

Lo anterior plantea la pregunta sobre las ventajas del monopolio en la representación de los intereses sociales sectoriales y, al mismo tiempo, supone interrogarse acerca de cuánta homogeneidad y heterogeneidad de intereses facilita la gestión e implementación de la política. Sabemos que las contrapartes sectoriales son muy distintas. En educación, y especialmente en educación superior, el espacio Confech presume una alta heterogeneidad de actores e intereses. En el sector energía se aprecia menor diversidad de intereses, por tanto el espacio de los stakeholders (o actores y públicos involucrados en la política) resulta bastante más homogéneo. Además, hay que distinguir acá que en el caso de educación se trata de un sector de provisión mixta, mientras en el sector energía, salvo el caso de ENAP, es un ámbito esencialmente privado. De lo anterior se podría desprender que los costos para construir acuerdos por parte del regulador resultan bastante más bajos en energía que en educación.

Sin embargo, ello no explica por qué un ministerio joven como el de Energía, creado en la primera administración de Bachelet, experimentó no sólo bajas evaluaciones en las encuestas de opinión en sus primeros años, sino vio pasar a seis ministros durante el gobierno de Piñera, transformándose en una de las carteras más volátiles. Parece ser que -aunque sea tentadora la idea de explicar la mayor complejidad en el avance de las políticas del sector educacional por la heterogeneidad y polarización de los actores estratégicos y la intensidad del conflicto- lo más probable es que estas diferencias en los resultados sectoriales en estos dos casos se explique mejor por la capacidad del gobierno para bajar los niveles de incertidumbre de los stakeholders. Vale decir, si la política de energía ha logrado en buena medida garantizar a través de iniciativas y nuevos marcos regulatorios mayor seguridad para las empresas del sector, resulta bastante claro que las políticas educacionales implementadas durante la segunda administración Bachelet no han conseguido garantizar condiciones suficientes para que las decisiones sectoriales del Ejecutivo produzcan legitimidad y rentabilidad política entre los actores estratégicos públicos y privados.

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