Desde hace algunos años, en nuestro país, hemos venido hablando de la inclusión como parte de los desafíos de nuestro sistema educativo.

Chile ha firmado, desde hace décadas, convenios internacionales que impulsan la creación de escuelas inclusivas (Declaración de Salamanca, 1994 – Conferencia Internacional de Educación de Ginebra, 2008 – Declaración de Incheon, 2015, entre otros) y adhiere a la definición de la UNESCO sobre la inclusión: “La educación inclusiva trabaja para identificar todas las barreras a la educación y eliminarlas, y abarca desde los planes de estudio hasta la pedagogía y la enseñanza” (UNESCO, 2021).

Por otra parte, también nuestro país ha impulsado la generación de leyes que apoyan la instalación de procesos inclusivos en nuestras escuelas. Una de estas iniciativas es la Ley de inclusión 20.845, promulgada el año 2015, en la cual se propicia que “los establecimientos educativos sean un lugar de encuentro entre los y las estudiantes de distintas condiciones socioeconómicas, culturales, étnicas, de género, de nacionalidad o de religión”, generando las condiciones necesarias para ello (Biblioteca del Congreso Nacional, 2015).

Posteriormente, en enero del año 2023, se realiza una actualización de esta ley, orientada a los colegios particulares pagados, que deberán contemplar programas de inclusión escolar que incorporen los ajustes necesarios y apoyos pertinentes para estudiantes con necesidades educativas especiales. Finalmente, también a inicios de este año, se promulga la llamada Ley TEA en la que los establecimientos educacionales tendrán que proveer ambientes educativos inclusivos para personas con trastorno del espectro autista.

Y es aquí precisamente donde nos encontramos con una barrera conectada con nuestra cultura y las creencias que tenemos sobre la diversidad humana y su forma de manifestación. ¿A qué nos referimos con esto? A la resistencia que hemos observado y experimentado en las comunidades escolares, todos los que trabajamos en el ámbito educativo, cuando se participa de la experiencia concreta de incluir a niños, niñas y adolescentes con alguna condición particular en un grupo curso.

La disyuntiva clásica a la que nos enfrentamos siempre es: ¿cómo harán para que esa persona no afecte el rendimiento del curso? Y la respuesta surge de las múltiples investigaciones internacionales sobre este tema: la valoración de la diversidad -que es una característica humana que nos constituye- y que implica mirar la diversidad existente en nuestras aulas y en el mundo como un elemento que favorece el aprendizaje y desarrollo de todos y todas las personas, pues nos provee de una mayor cantidad de estrategias diferentes para abordar una situación, estilos de aprender que son complementarios y -sobre todo- la posibilidad de desarrollar habilidades personales e interpersonales mas profundas y variadas al enfrentarse a una mayor cantidad de diferencias representadas en cada persona. (López de Maturana, 2013).

La homogeneidad frena nuestro desarrollo porque no nos brinda oportunidades distintas de generación y aplicación de nuestras habilidades, mientras que la diversidad sí nos crea esas posibilidades de desarrollar nuestras competencias cognitivas y culturales generando, de esta forma, la igualdad de oportunidades y una aproximación real al mundo que vivimos.

Por otra parte, surgen también en los padres, madres y docentes, inquietudes vinculadas con la dificultad que podría generarse en las aulas inclusivas, por la mayor atención que supuestamente darían los profesores hacia aquellos estudiantes que presentan condiciones especiales en desmedro del resto del grupo curso.

Pero si realmente miráramos a un curso desde la perspectiva inclusiva veríamos, no a un grupo de niños, niñas o adolescentes de la misma edad compartiendo un espacio físico varias horas diarias, sino a una comunidad que valida las diferencias existentes entre sus miembros como una real posibilidad de desarrollo y complementación; y donde la responsabilidad por el aprendizaje es compartida por toda esa comunidad, en la que todos y todas colaboran para potenciarse mutuamente. De este modo, entonces, no habría temores sobre la distribución de la atención en el aula, ya que ésta sería equitativa en función de las necesidades de cada integrante.

Todo lo anterior implica la procreación de una nueva cultura en las escuelas donde todos los niños, niñas y jóvenes del mundo, con sus fortalezas y debilidades, con sus deseos y expectativas, tengan derecho a una educación de calidad (UNESCO, 1994). Para comenzar a recorrer este desafiante camino en nuestro sistema educativo parece que no resulta suficiente el contar con propuestas legislativas que avalen estas concepciones -que son indispensables en el proceso- pero que necesitamos complementarlas con cambios en nuestra cultura y prácticas formativas cotidianas, creando una cultura escolar que considere la diversidad como una fortaleza y no un obstáculo, abriendo conversaciones en las diferentes instancias educativas sobre estas temáticas para permitir derribar mitos y conocer las experiencias colectivas en el abordaje de estos procesos; generando propuestas que surjan desde y para los centros escolares, respetando las características de cada entorno en particular y de los miembros que componen esas comunidades.

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Quizás uno de los mayores obstáculos a los que constantemente se enfrentan las escuelas es la falta de reconocimiento de sus propios logros, de las prácticas efectivas que realizan y de los avances en torno a sí mismas que han ido construyendo. Valorar la historia de una comunidad, las soluciones efectivas que han podido desarrollar, es parte de lo que conocemos bajo el concepto de “Comunidades de Práctica”, o sea, un grupo de personas ligadas por una práctica común, recurrente y estable en el tiempo, que aprenden en esta práctica común cómo resolver los problemas a los que se enfrentan (Vásquez, 2011). Instalar estas concepciones pavimenta el camino que hará posible la inclusión educativa.

Y es parte también de este desafío el poder contar con líderes inclusivos, que puedan guiar o propiciar que cada integrante de la escuela se aproxime a experiencias valiosas para su crecimiento y formación pedagógica, partiendo siempre de las potencialidades y necesidades de todos los miembros de la comunidad educativa, para crear un clima social básico que permita la comunicación y colaboración permanente.

Consistente con estas propuestas, parecen ser las palabras del Doctor Luis Weinstein, cuando nos invita a la reflexión sobre formas de lograr la inclusión en la vida y la escuela: “La ampliación de conciencia trae consigo la aceptación de lo diverso, la superación de los prejuicios de género, de edad, de raza, de culturas y subculturas de estatus”. “Creo que necesitamos una cultura en que el Asombro se integre con el Cuidado para el desarrollo de la amistad en las casas, en las plazas y en las escuelas, en los centros de salud, en las ciudades, en el tránsito hacia el fin de las fronteras… en el mundo “. (Weinstein en López de Maturana, 2015).

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