En un mundo donde el valor exacerbado de lo inmediato pareciera marcar los ritmos de nuestra vida en un constante trote, vertiginoso y urgente, resulta imposible hacer caso omiso y apartar la vista ante el abismal vacío en el que se sumergen tantas vidas que, simplemente, no encuentran un sentido profundo y pleno a su existencia.

Ya lo decía Viktor Frankl, la depresión noógena o espiritual es un problema que, lejos de ser algo patológico o enfermizo, pone en relieve la verdadera expresión de lo humano en tanto humano.

El cuestionamiento acerca del sentido de la vida y la superación del vacío existencial resulta ser una combinación compleja de sentimientos, conflicto de valores y creencias que surgen desde el interior del individuo y que lo invita a adjudicar sentido a su ambiente, a organizar los estímulos, a educar su voluntad de percibir e interpretar la realidad que lo rodea, a otorgarle un significado y a desbrozar sus propios miedos ante la existencia.

En este contexto, resulta imprescindible educar el sentido de la trascendencia, a través de la valoración positiva de la existencia y del cultivo de la propia interioridad. Educar para el sentido implica superar el estadio de la funcionalidad que nos invita a traspasar las delimitaciones del conocimiento operativo, y a sumergirnos en la tarea de formar el sentido de la libertad manifiesta en el acto de significar el valor de nuestra vida, más allá de las balanzas imperantes que nos miden según los patrones utilitaristas impuestos por las predominaciones mercantilistas y hedonistas que rigen nuestra sociedad.

Educar, según Hartmann, es un acto irremisiblemente trascendente porque impulsa al sujeto más allá del ámbito de su propia conciencia. Es así como, desde la realidad que conocemos cuando se nos presenta, surge el conocimiento que no constituye en sí mismo el objeto, sino que, simplemente, lo hace patente, desde allí su valor de trascendencia.

Asimismo, Heidegger nos señala que la existencia humana es un fluir constante y renovado de trascendencia que busca el sentido último de las cosas, lo que Mounier llama movimiento infinito expresado en la voluntad de ser más, de amar más, de realizarse en forma plena.

Este es el valor intrínseco de la educación plasmado en el valor etimológico de su término, educare, que grafica, con claridad, la imagen de hacer surgir, de sacar hacia afuera, de potenciar y suscitar el germinar del propio individuo, desde su interioridad, para impulsarlo al desarrollo.

Educar para la trascendencia es un desafío que apuesta por la profundidad y nos invita a ayudar en la formación de personas capaces de hacer preguntas, a estimular en ellas el gusto por la investigación y el deseo de ir más allá de la visión superficial de la realidad, para así desvelar la esencia de las cosas.

En tiempos donde parece que todo debe ser comunicado, donde la inmediatez de las comunicaciones frecuentemente es más rápida que la meditación de lo propiamente dicho, afirmar que educar para la trascendencia comprende aunar el silencio y la reflexión, parece algo paradójico.

Sin embargo, los grandes pensadores apreciaban el silencio y la reflexión en su valor prologomenal, como el inicio y forma única de penetrar en la estructura íntima de la existencia. El silencio es entonces un acto estrictamente lingüístico porque nos permite codificar, a priori, el significado de no decir nada y dar espacio a la reflexión, que se constituye como un habla muda y fecunda de nuestro interior.

A su vez, educar para la trascendencia es formar en la afectividad. Esta afirmación rompe las posturas de ensimismamiento que confunden el desarrollo de la interioridad con el individualismo. La educación, por el contrario, es un acto de generosidad recíproca donde surge la donación y el afecto. Es un encuentro entre personas, una apertura al otro que presenta y representa su mundo y acoge el tuyo, es entonces, en definitiva, un diálogo. Trasciendo en la medida que salgo de mí mismo y soy capaz de ser en y con los otros desde mi afectividad. En otros términos, educar es un acto afectivo del propio ser en unión dialéctica con el ser del otro.

Finalmente, evocando las palabras de Frankl, el sentido de la trascendencia reconoce la unicidad y singularidad que forja de manera unívoca a cada individuo, lo que le confiere una razón a su existencia y que, en último y primordial sentido, se fundamenta en su capacidad de amar. Solo un ser humano capaz de asumir su sed y su sentido de trascendencia, expresado en el amor, podrá luchar por su vida y soportar casi cualquier cómo.

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