Días atrás falleció el reconocido monje budista zen, Thich Nhan Han, de origen vietnamita. Las ceremonias de gratitud/despedida se prolongaron ininterrumpidamente por varios días, siendo transmitidas en directo a través de las redes sociales (usted puede verlas cuando quiera en Youtube). A través de una cámara muy sencilla (quizás un teléfono celular) pudimos asistir a la intimidad impensada de un rito profundo. ¡Una maravilla! Hubo horas de cantos y mantras que acompañaban la despedida, como un paisaje sonoro continuo de veneración cariñosa. Pero hubo también poderosos y significativos SILENCIOS.

Como en uno de sus libros, titulado simplemente Silencio, Thich Nhan Han nos invita a visitar con valentía la apertura a un espacio de no decir, de no opinar, de no llenar, de no catalogar y (con ello) tratar de conectarse con la amplitud generosa del silencio.

Valentía, porque hoy por hoy lo que (nos) domina es la falta de silencio, la ausencia de espacio para atreverse a escuchar el silencio y ver que “nos dice”.

Chögyam Trungpa Rinpche, otro gran maestro budista tibetano, señalaba que no había nada más revolucionario, más radical y provocativo, nada más punk (digo yo), que sentarse en un cojín de meditación a hacer nada, permanecer en verdadero silencio, sintiendo la riqueza del vacío de discursos, del vacío pleno de vida.

Hoy, la explosión de medios digitales, sus poderosas imágenes y cascadas de palabras, nos abre miles de puertas (por segundo): un gran abanico de riqueza. Pero esa velocidad, a la vez, se inocula en nuestras mentes/corazones como una ansiosa droga o anestesia. Un mantra, pero que nos adormece, en el ruidoso murmullo o “cháchara” mental. ¿Ha hecho Ud. la prueba de desafiarse a sí mismo a no tomar el celular, por varios minutos, y no abrir alguno de sus mensajes? Yo sí. No me ha ido muy bien.

Es por ello que, en la era digital, sobrepoblada de información, y en medio de nuestra sociedad chilena marcada por un neoliberalismo cegador y competitivo, el “silencio” es un pecado (mortal).

Por eso su gran valor.

Porque poner freno a la ansiedad de producir y producir al infinito en un planeta finito, de dominar y dominar el mundo (y a los demás), de detener la fiesta de la euforia permanente (siempre “arriba de la pelota”) de hacer y tener más y más, confundiendo esa hiperactividad con la felicidad… es una herejía.

Mi madre Cristina murió hace ya varios años. Ayer, descubrí en un viejo cuaderno una hoja de papel con un breve poema que ella había escrito… ¡cuando tenía 15 años! Sus palabras escritas en lápiz mina terminaban compartiendo su visión: la belleza de la luz del atardecer y la experiencia vital de sentir y agradecer un “silencio compasivo”.

En esta era digital y siempre, gracias Cristina, gracias Thich Nhan Han, entre tantas otras cosas, por invitarnos a tocar -aunque sea por una fracción de segundo- la riqueza del silencio compartido.

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