Cada rechazo dejó a familias israelíes y palestinas preguntándose cuánta prosperidad se habría alcanzado si alguien, alguna vez, hubiera tenido el coraje de decir “sí” a la paz.

El conflicto israelí-palestino suele presentarse en los foros internaciones como la historia de un pueblo al que se le ha negado sistemáticamente un estado. Sin embargo, la realidad histórica demuestra otra cosa: los palestinos han tenido múltiples oportunidades concretas de crear su propio país, y en todas ellas eligieron rechazar la paz y aferrarse a la confrontación. No es Israel quien les ha negado un estado, han sido sus propios lideres quienes, una y otra vez, han preferido el camino del rechazo.

Examinar el registro histórico completo es esencial para entender por qué décadas de esfuerzos diplomáticos no han prosperado, más allá de las narrativas simplificadas que dominan el debate público.

Existe una realidad que la opinión pública israelí conoce dolorosamente bien: la sensación de desazón ante oportunidades de paz perdidas una y otra vez, no por circunstancias inevitables, sino por decisiones deliberadas que alguna vez deberán ser reconocidas por quienes las tomaron.

El registro diplomático revela un patrón que va más allá del análisis académico: es la crónica de esperanzas frustradas repetidamente durante casi 90 años. Cada rechazo no fue solo una negativa política, sino una puerta cerrada a generaciones que podrían haber crecido en paz.

En 1947, cuando la ONU propuso la partición en dos Estados, los líderes árabes eligieron la guerra sobre la coexistencia, y siete países invadieron el nuevo país. Durante las siguientes dos décadas, mientras Gaza permaneció bajo control egipcio y Cisjordania bajo administración jordana, ninguno de estos países árabes promovió el proyecto nacional palestino que hoy reclaman como sagrado. ¿Dónde estaba entonces la urgencia por la estadidad palestina?

Los Acuerdos de Camp David de 1979 representaron la primera oportunidad real de autonomía gradual. Los palestinos no solo rechazaron participar, sino que condenaron a Egipto por atreverse a hacer la paz. Otra puerta cerrada, otra oportunidad desperdiciada.

Oslo en 1993 generó esperanzas genuinas: se estableció la Autoridad Palestina con un cronograma hacia la estadidad. La década del 2000 trajo ofertas sucesivas de diferentes gobiernos israelíes. Barak ofreció a Arafat casi todas sus demandas. Bill Clinton fue testigo directo de cómo Arafat simplemente se levantó y se fue. En 2008, Olmert presentó términos aún mejores a Abbas. Otra vez, el silencio como respuesta.

La retirada unilateral de Gaza en 2005, impulsada por Sharon, debería haber sido la prueba piloto de la gobernanza palestina. En cambio, se convirtió en una plataforma para miles de cohetes y cientos de ataques terroristas contra civiles israelíes. Una oportunidad de oro transformada en pesadilla.

Esta dinámica persistió incluso en tiempos recientes. En 2019, cuando se organizó una conferencia económica en Bahréin para generar inversiones millonarias en territorios palestinos, los líderes palestinos no solo boicotearon la iniciativa, sino que prohibieron activamente que otros palestinos participaran. Cuando se publicó el “Acuerdo del Siglo”, Abbas respondió categórico: “Decimos mil veces no, no, no”.

Cada “no” resonó como un eco de todos los anteriores. Cada rechazo dejó a familias israelíes y palestinas preguntándose cuánta prosperidad se habría alcanzado si alguien, alguna vez, hubiera tenido el coraje de decir “sí” a la paz.

Esta es la realidad que pesa sobre la opinión pública israelí: no la inevitabilidad del conflicto, sino la tragedia de su perpetuación deliberada. Y es una responsabilidad histórica que sus autores no pueden eludir para siempre.

Hoy, el escenario vuelve a repetirse. Tras la reciente propuesta negociada con la mediación de Donald Trump —que Israel ya aceptó—, la comunidad internacional observa expectante si esta vez los dirigentes palestinos responderán distinto a la larga secuencia de rechazos del pasado.

El mundo aguarda, otra vez, la decisión crucial: persistir en la negativa que ha marcado su historia política o finalmente abrir la puerta a la oportunidad que tantas generaciones han visto cerrarse.