El resultado es un desbalance inquietante: mientras los influencers colonizan el espacio público con propuestas simplistas, la política institucional se muestra incapaz de renovar sus códigos. El vacío no es neutro, porque deja en manos de las reglas ocultas de las plataformas y de los nuevos carismas digitales, la construcción del sentido común de la política.

El reciente asesinato del activista e influencer estadounidense Charlie Kirk estremeció a la opinión pública internacional. Más allá de las diferencias ideológicas con sus posturas, el crimen es un recordatorio brutal de los riesgos que acarrea la creciente centralidad de estas figuras en la política contemporánea. Ninguna diferencia política, ninguna discrepancia ideológica, justifica la violencia física ni, menos aún, la eliminación de una vida.

El caso Kirk muestra hasta qué punto los influencers han dejado de ser meros comentaristas. Hoy son actores políticos de primera línea, disputando sentido común, movilizando bases y generando adhesiones masivas. Y también revela lo vulnerable que resulta una democracia cuando la disputa pública se alimenta de pasiones extremas, simplificaciones y pulsiones inmediatas.

De este modo, se ha ido consolidando un ecosistema de influencers con discursos simplificados, estéticas virales y relatos de superación personal que han sustituido a los viejos operadores partidarios como intermediarios entre líderes y masas. El campo de batalla no son las asambleas ni los mítines en las plazas, sino las plataformas digitales, y la legitimidad no proviene de las urnas, sino de los likes que se pulsan.

Ausencia de liderazgos políticos sólidos

Este fenómeno, lejos de ser anecdótico, se ha extendido globalmente, y Chile no ha quedado al margen. En nuestro país, esta tendencia se intensificó tras el estallido social de 2019. Las plazas se llenaron de demandas legítimas, pero las redes se poblaron de rostros que narraban el proceso desde sus teléfonos o desde matinales.

La ausencia de liderazgos políticos sólidos abrió espacio para figuras improvisadas que, de un día para otro, se convirtieron en referentes de miles de indignados. Algunos incluso dieron el salto a la política formal.

En ese contexto, los influencers no solo informaron, también capitalizaron las tensiones y pulsiones populares. Supieron interpretar el malestar, pero lo hicieron desde la lógica de la inmediatez, transformando la indignación en espectáculo y la rabia en comunidad digital. No se construyeron proyectos colectivos ni deliberaciones amplias; se produjeron videos breves, consignas potentes y hashtags efímeros.

La paradoja fue evidente: la calle pedía transformaciones de fondo, pero gran parte del debate quedó atrapado en formatos diseñados para entretener. La improvisación de líderes de opinión –algunos de los cuales llegaron a ocupar escaños en la Convención Constitucional o en el Parlamento– mostró la potencia del fenómeno, pero también la sequía de fuertes liderazgos de la política tradicional.

Lo que caracteriza a estos influenciadores no es la profundidad de sus ideas, sino su capacidad de conectar emocionalmente con audiencias cansadas de la política tradicional. La cercanía no proviene de programas ni de trayectorias, sino del modo de hablarle a la cámara, de mostrarse como uno más, de mezclar la vida cotidiana con la indignación moral.

Ese estilo, sin embargo, tiene costos altos. La conversación pública queda subordinada a la lógica de la viralización, lo breve se impone sobre lo complejo, lo emocional sobre lo razonado, lo polémico sobre lo matizado. La política se desliza hacia un terreno donde convencer ya no importa tanto como entretener, y donde la validación no proviene del debate, sino de la interacción (los likes y los comentarios al pasar).

Desbalance inquietante

El problema no es que los influencers existan. El problema es que, ante la debilidad de partidos y medios, han pasado a ocupar el lugar de mediadores principales en la formación de opinión pública. Y lo hacen sin controles, sin deliberación interna, sin las reglas mínimas de veracidad que limitaban –aunque imperfectamente– a la prensa y a la política tradicional.

En Chile, el impacto se observa con claridad en figuras como Franco Parisi que han sabido aprovechar esta lógica. Parisi construyó una comunidad transnacional de seguidores conectados por streaming, capaz incluso de instalarlo en segundas vueltas presidenciales.

Todos ellos han entendido que en la era digital la frontera entre político e influencer se diluye. La política tradicional, en cambio, parece no haber aprendido la lección. Sigue atrapada en formatos caducos –franjas televisivas, debates pautados, declaraciones de prensa– que resultan irrelevantes para generaciones enteras.

Lee también...

El resultado es un desbalance inquietante: mientras los influencers colonizan el espacio público con propuestas simplistas, la política institucional se muestra incapaz de renovar sus códigos. El vacío no es neutro, porque deja en manos de las reglas ocultas de las plataformas y de los nuevos carismas digitales, la construcción del sentido común de la política.

Atención: no se trata de prohibir a los influencers ni de demonizar las redes. Se trata de fortalecer instituciones, renovar partidos, modernizar los medios y promover educación cívica que prepare a la ciudadanía para enfrentar un ecosistema comunicacional simple y simplificador. Se trata de reconocer que el debate democrático no puede reducirse a fragmentos virales en las redes sociales.

La izquierda democrática y reformista, en particular, enfrenta aquí un desafío crucial. No basta con denunciar a los influencers conservadores ni con imitar sus formas. Chile no puede seguir delegando su conversación pública a la plataformas digitales y comentaristas televisivos a la pasada y a la buena de Dios.

La democracia necesita voces responsables, medios plurales, partidos renovados y una ciudadanía informada. Claro, esto no se logra a fuerza de decretos, normas y prohibiciones, sino mediante un profundo y transversal cambio de la política nacional, desde adentro de los partidos. Aunque a veces cunde la impresión de que la clase política prefiere delegar ese cambio al próximo congreso partidario o al siguiente torneo electoral.