El zigzag constante debilita la noción de que la política sea una vocación de servicio con raíces ideológicas. Se transforma en una carrera de obstáculos donde el objetivo es sobrevivir, aunque sea desnudando de sentido los partidos.

En la cartografía partidaria chilena, hay parlamentarios que parecen haber trazado su biografía no sobre la solidez de sus convicciones políticas, sino sobre la arena movediza de la conveniencia. Las cifras son elocuentes: al menos una decena de actuales congresistas han pertenecido a tres o más partidos distintos, uno de ellos, un senador, a nueve tiendas políticas. Algunos incluso han liderado movimientos fugaces o han fundado nuevas colectividades apenas abandonada la anterior.

El fenómeno, aunque no exclusivo de Chile, ni nuevo, adquiere hoy un cariz más problemático: se da en tiempos de fragmentación institucional, desconfianza ciudadana, y crisis del relato político. No es solo que cambien de domicilio partidario; es que, en muchas ocasiones, lo hacen sin explicar —o sin convencer— las razones de fondo, dejando en el aire una pregunta incómoda: ¿cuántas de estas mudanzas se deben realmente a principios?

Nadie puede negar que cambiar de opinión es un derecho legítimo. La política, como la vida, es dinámica. Surgen nuevas realidades, se modifican contextos, se afinan o matizan ideas. Y a veces eso conlleva cambiar de partido. Pero también lo es perseverar.

Algunos de los grandes líderes del siglo XX fueron ejemplo no de mudanzas, sino de coherencia profunda con sus ideas y su partido. Olof Palme en Suecia y Salvador Allende en Chile militaron toda su vida en el mismo partido; el socialdemócrata sueco en el primer caso, el socialista chileno en el segundo.

Motivos para cambiar de partido

En la mayoría de los casos, los parlamentarios que han abandonado sus partidos esgrimen dos motivos: conflictos internos (disensos políticos, falta de entendimiento) o el deseo de iniciar un nuevo proyecto más “fiel” a sus convicciones. A veces ambos. Pero al raspar la superficie, uno descubre razones más terrenales: el partido no los repostula al parlamento, les exige disciplina en una votación, o simplemente les resulta incómodo convivir con liderazgos más sólidos que el propio.

El tránsito de algunos congresistas por tres, cuatro o más partidos pone en cuestión la densidad de sus ideas. No es raro encontrar casos de legisladores que han militado en colectividades con bases programáticas antagónicas –del humanismo cristiano al populismo conservador, del progresismo laico al regionalismo autorreferente– sin mediar una explicación coherente del recorrido.

La pregunta no es si tienen derecho a cambiar, sino si alguna vez creyeron sinceramente en lo que decían representar. El zigzag constante debilita la noción de que la política sea una vocación de servicio con raíces ideológicas. Se transforma en una carrera de obstáculos donde el objetivo es sobrevivir, aunque sea desnudando de sentido los partidos.

Uno de los síntomas más visibles de esta trashumancia es la reacción a la negativa del partido de renovar una candidatura. En lugar de aceptar con dignidad la decisión colectiva –quizás injusta, pero parte de las reglas–, algunos optan por la “autonomía”. Se cambian de tienda, crean una nueva o renacen como independientes que, curiosamente, no lo son tanto pues cuentan con redes, financiamiento y alianzas de ocasión. El caso del exdiputado Jaime Naranjo es paradigmático, pero no el único.

Toda colectividad democrática tiene tensiones internas. Es natural, incluso saludable. Pero esas diferencias deben procesarse dentro del partido, con debate, con votos, con respeto a las mayorías. Si cada disenso termina en una renuncia, lo que se fortalece no es la autonomía del disidente, sino la fragilidad institucional del partido político, soporte ideal de la democracia liberal. Quien renuncia porque pierde una votación, no está ejerciendo rebeldía; está evitando la democracia interna, que en la política, como en cualquier proyecto colectivo, perder a veces también es parte del compromiso democrático.

Identidad partidaria

Hace décadas, un político podía recorrerse con cierta nitidez a través de sus ideas. La militancia no era solo una etiqueta: era una escuela de pensamiento, una comunidad de afectos y un marco de interpretación del mundo. Hoy, en cambio, muchos relatos personales se construyen al margen de las convicciones. La identidad partidaria se convierte en una estación transitoria, no en una casa política. Esta liviandad empobrece el debate público, porque si los líderes no sostienen un horizonte claro, ¿cómo pueden pedir a la ciudadanía que lo haga?

Nadie llega al Congreso por méritos individuales en abstracto. Hay una lista, una plataforma, un esfuerzo colectivo. Saltar del barco una vez alcanzada la costa no solo es una ingratitud, es una falta ética. El cargo no es propiedad del parlamentario, es un mandato, mediado por un partido que puso su prestigio y recursos a disposición. Así, abandonar la colectividad sin devolver el escaño es, al menos, cuestionable. Sobre todo si quien se va comienza a votar sistemáticamente contra las decisiones de su ex partido, convirtiéndose en un factor de bloqueo y confusión.

El desprestigio de la política no se debe solo a escándalos personales. También se alimenta de estos vaivenes que proyectan desorientación, personalismo y oportunismo. Si los propios congresistas parecen no saber quiénes son ni a quién representan, ¿cómo pedimos al electorado que se sienta representado? Los liderazgos deberían ser faros ciudadanos. Pero hoy algunos son luces intermitentes, errantes, que en lugar de guiar, deslumbran y desorientan.

Las preguntas finales son crudamente simples: ¿qué ha ganado el Parlamento –y el país– con estas mudanzas? ¿Ha mejorado la calidad del debate? ¿Se han fortalecido los proyectos colectivos? ¿Se ha elevado el estándar ético? Difícilmente.

Lo que vemos es una inflación de bloques, micropartidos y bancadas de un solo nombre. Fragmentación sin ideas, ambición sin comunidad política detrás. Figuras que se multiplican a sí mismas como si fundar un nuevo referente fuera sinónimo de aportar algo nuevo.

Chile necesita reformas profundas, pero para llevarlas a cabo, requiere de partidos fuertes, coherentes, con liderazgos que respeten las reglas internas, que sepan perder y que entiendan que la política no es una empresa unipersonal. Las estrellas errantes iluminan un instante, pero no construyen constelaciones sólidas para una democracia sana. Y la democracia, para brillar, necesita cielos compartidos, no egos en órbita.