Estados Unidos es una potencia en decadencia. Su hegemonía, que alguna vez pareció inquebrantable, ha resultado sorprendentemente breve. No duró más de 80 años. Y aunque su posición de líder mundial ya estaba en declive, aún tenía la posibilidad de sostener la ilusión de su primacía por al menos una década más.
Entre otras cosas, porque China, su principal competidor, no necesita ni desea el poderío comunicacional ni el espectáculo mediático como herramienta de control global. La prensa y la narrativa no son su campo de batalla.
Estados Unidos, en cambio, tenía en la percepción de su poder su más valioso activo. Mientras el mundo creyera que seguía en la cúspide, las consecuencias, según el teorema de Thomas, serían las correspondientes: la percepción construiría la realidad.
Pero Donald Trump transformó ese delicado esfuerzo comunicacional en un frenesí, en un desquiciamiento, en una locura. Un sueño de acción constante, de confusión incesante. Nos recuerda El gran masturbador de Dalí: un cuerpo deformado que emerge de la tierra, entre el deseo, la ansiedad y la descomposición.
Una imagen donde el impulso de la satisfacción inmediata lo consume todo, sin plan ni estructura, solo con la necesidad de liberación de energía constante. En su afán de gobernar desde la testera de las luces, las llamaradas y los destellos, Trump ha tomado decisiones extravagantes, prácticamente sueños, prácticamente delirios.
Su ya estrafalaria propuesta respecto a Gaza —resolverlo todo en 24 horas y tomar la zona para Estados Unidos en lugar de Israel— ahora se suma a su intervención en el cierre de la guerra entre Rusia y Ucrania.
Pero lo hace con un movimiento elefantástico, torpe, pesado, que requiere para ser visto el estruendo de un gran instrumento de viento, como en la Sonata africana de Vladimir Kuzh, donde cada nota parece anunciarnos el colapso de algo enorme y desordenado, una danza caótica de un gigante que se tambalea en medio de su propia orquesta.
La caída libre de un imperio
Donald Trump, al cerrar la guerra, ha ejecutado una performance de proporciones surrealistas. Un acto de magia en el que, con una sola llamada telefónica, ha hecho desaparecer la arquitectura política de Occidente. No informó a sus aliados, no construyó una estrategia diplomática y no intentó, siquiera, sostener la ficción del liderazgo estadounidense.
Llamó a Putin y, con los mismos argumentos que ha esgrimido el líder ruso desde el inicio del conflicto, resolvió que la guerra debía terminarse.
El resultado es grotesco: la guerra se resolvió entre el líder del país que financiaba a Ucrania y el líder de la potencia contra la que luchaba Ucrania. El país proxy, el representante legal del conflicto, la nación que ha puesto los muertos, las ruinas, el costo político, queda completamente desplazado de la negociación. Y como si fuera poco, Estados Unidos, tras traicionar a su propio aliado, ahora le pasa la cuenta.
Así, en pocas semanas, Trump ha hecho evidente la fragilidad económica de Estados Unidos, ha demostrado su desinterés por mantener su rol como potencia hegemónica y ha iniciado su retirada de los organismos multilaterales.
La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), un pilar de su influencia internacional, está siendo desmantelada sin un plan alternativo. Ya no hay estrategias, solo impulsos. Y en este frenesí de decisiones erráticas, Trump ha revelado tres verdades fundamentales:
1. No protegerá a Israel. Porque la administración Trump no está interesada en la seguridad de sus aliados, sino en la apropiación directa de Gaza.
2. Negociará con quien sea, sin importar la ideología. Ya lo ha demostrado con sus llamadas a Venezuela, priorizando los negocios sobre cualquier principio geopolítico.
3. Ha cedido su lugar como potencia hegemónica. No solo ha entregado la primacía global a China, sino que, con su llamada a Putin, ha reconocido a Rusia como su superior en la jerarquía mundial.
El desenlace es brutalmente claro: Trump, vociferando la grandeza de América, ha confirmado que ya no es la potencia dominante, que necesita desesperadamente dinero y que, en su propia escala de poder, ni siquiera alcanza a ser la segunda fuerza del mundo.
Se ha puesto de rodillas ante Rusia, ha empujado a Estados Unidos al tercer lugar y ha levantado un nuevo orden donde el Kremlin, y no Washington, dicta las condiciones.
El surrealismo desembarca en Sudamérica
Pero el surrealismo político de Trump no se ha quedado solo en Estados Unidos. Ha cruzado el hemisferio y ha encontrado su heredero sudamericano en Javier Milei, presidente de Argentina y versión local de Make America Great Again, adaptada a los códigos del Cono Sur. Milei no solo comparte con Trump el histrionismo y la política-espectáculo, sino también la capacidad de transformar el absurdo en norma.
El mejor ejemplo es su desastrosa incursión en el mundo de las criptomonedas, donde el libertario terminó atrapado en la paradoja más humillante para su propio discurso.
Milei promovió una memecoin vinculada a Trump, que resultó ser un fraude. Su devoción por la idea del “mercado perfecto”, incapaz de fallas estructurales, se derrumbó en tiempo récord. Porque si el mercado es perfecto, entonces la única explicación es que su acción —impulsar la criptomoneda fraudulenta— se hizo con información perfecta. Es decir, que actuó con total conocimiento del engaño.
Obnubilado por la memecoin de Trump, Milei intentó darle un tono serio y constructivo a lo que, desde el principio, era una broma. Y su intervención la convirtió en un fraude.
La serpiente se ha comido la cola: el libertario que jura la perfección del mercado ha sido víctima de su propio dogma. Ha demostrado, con su propia torpeza, que el mercado no solo tiene fallas, sino que esas fallas pueden devorar hasta a sus más fervientes creyentes.
El imperio como cadáver exquisito
El surrealismo político de Trump no se detiene ahí. Como en un cuadro de Max Ernst, su gobierno es una acumulación de piezas inconexas, un collage de promesas vacías y amenazas grandilocuentes. Como en una película de Luis Buñuel, lo impensado se vuelve norma.
La guerra en Ucrania se cerró con un par de llamadas, no con un proceso diplomático. La política exterior de Estados Unidos es ahora una serie de impulsos erráticos, no una estrategia de Estado. El fantasma de la libertad se manifiesta de la peor forma posible: la ironía absoluta de un país que ya no es el árbitro del mundo, sino un actor más en un tablero que ya no controla.
Y mientras tanto, los gritos destemplados siguen resonando. Los anarcocapitalistas, que alguna vez juraron lealtad al libre mercado, ahora exigen aranceles con fervor proteccionista. Defienden, con exaltación casi mística, la intervención estatal para “proteger la economía estadounidense”, mientras al mismo tiempo predican la desregulación total.
Adiós al orden de la modernidad. Adiós a la hegemonía de Estados Unidos. Y el mal gusto de todo esto es que nos lo presentan, como espectadores, frente a un cadáver exquisito: un juego macabro donde cada pieza del conflicto se une a otra sin coherencia, hasta formar un cuerpo grotesco, desmembrado, risible en su horror. Un collage político de ruinas, caos y sonrisas forzadas.
El imperio ha muerto. O quizá aún sigue vivo porque toda obra de arte, por absurda que sea, es vital. Y nadie, ni siquiera Trump, puede predecir qué dirá la siguiente línea de este absurdo poema colectivo sobre el hijo millonario del surrealismo. Trump pasará a la historia grande… del arte.