Chile vive una crisis profunda: moral, social e institucional. Para salir de ahí no existen balas de plata, superioridades morales ni caminos únicos. ¿Seremos capaces los actores políticos, sociales y culturales de salir de nuestra zona de confort para cruzar veredas y construir un cambio de rumbo?
En el libro “La libertad democrática”, Daniel Innerarity desarrolla diversas reflexiones sobre el acontecer político contemporáneo. En ese marco, realiza una crítica que me parece muy relevante, intentando explicar por qué las democracias hoy han devenido en polarización improductiva, donde los polos antagónicos se enfrentan en una lucha frenética por cautivar nichos de apoyo minoritarios, con la consecuencia de inmovilizar la discusión pública.
Afirma el autor:
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“Mi hipótesis es que la causa de que les cueste tanto acordar es que están más cómodos administrando la impotencia que el poder. Si realmente buscaran el poder, es decir, la transformación de la sociedad, la renovación de las instituciones, la ampliación de la legitimidad, no tendrían tantas dificultades en ponerse de acuerdo (…) posición en la cual el poder se simboliza, pero no se ejerce: se ocupa, no se transforma nada, sin impulsar ningún cambio real e incluso despreciando el valor de la efectividad (…) Si hay tantos actores políticos incapaces de llegar a los acuerdos necesarios es porque han descubierto que resulta mucho más confortable gestionar la intransigencia que la cesión.”
Conviene tomarse en serio la hipótesis de Innerarity
Me explico. Es cierto que el sistema electoral proporcional que impera en Chile alinea los incentivos hacia la polarización: los actores que busquen reelegirse prefieren cautivar una minoría militante, la que podría ser muy crítica con la pretensión de buscar entendimiento con los distintos. Por lo mismo, el cambio de la cancha donde se juega el partido, aunque sea parcial, es urgente e indispensable.
También es cierto que, en los tiempos que corren –marcados por el individualismo y las redes sociales–, las personas reciben información que estimula en demasía la reafirmación de las propias opiniones. ¿Impide eso tener convicciones o una posición firme sobre determinados temas? Por cierto que no. Pero elevar todo a nivel de principios y suponer a priori la mala fe y el error ajeno es completamente incompatible no solo con la democracia, sino que a la larga con la convivencia social.
Sin embargo, a pesar de estos dilemas institucionales y culturales, me parece sugerente plantear la polarización como una zona de comodidad. Gritar con vehemencia en redes sociales y en los podios, frase cortas, amistosas al oído de los propios y capaces de generar efervescencia, no es un ejercicio ni intelectual ni políticamente difícil.
Se confunde ser confrontacional con ser frontal; ser insultante con ser crítico; y ser coherente con ser integrista. Y se apoyan y aplauden entre los mismos, pero no se avanza ni un ápice en una condición básica de todo aquel que se toma en serio el ejercicio de ejercer el poder, esto es, de llevar a la práctica lo que se piensa: concitar los apoyos necesarios para lograrlo.
Un inmovilismo cómodo
Alguien podría replicar: los partidos dejaron de tener proyectos políticos y cuerpos de ideas coherentes, identificables y previsibles. Probablemente tenga razón. Pero incluso concediendo eso, albergarse en la defensa acérrima de principios y elevar toda discusión al plano de lo intransable, genera un inmovilismo cómodo para aquel cuya apuesta es conservar sus espacios de poder y no provocar cambios sociales duraderos. Y digo duradero, porque en democracia para que algo se sostenga en el tiempo necesita concitar apoyos amplios.
Chile vive una crisis profunda: moral, social e institucional. Para salir de ahí no existen balas de plata, superioridades morales ni caminos únicos. ¿Seremos capaces los actores políticos, sociales y culturales de salir de nuestra zona de confort para cruzar veredas y construir un cambio de rumbo? Es lo que anhelan las grandes mayorías: acuerdos eficaces para aliviar las angustias de la vida cotidiana y ayudar a que cada familia chilena sea, en la mayor medida posible, protagonista de su propio destino. Ojalá estemos a la altura.