El resumen del juego del poder es sencillo: el poder es eficacia, el poder puede. De esta simple sentencia deriva otra sencilla realidad: el poder se fortalece en el triunfo y se debilita en la derrota. La simpleza de estas tesis, que son ciertas, contrasta con la realidad cotidiana.

El juego del poder es enrevesado, complejo e impredecible. ¿Cómo surge una gran complejidad de una realidad sencilla cuyas coordenadas son perfectamente trazables?

Todo empieza a complicarse cuando comprendemos que el poder y la administración de poder son cosas distintas. Si en una coyuntura específica se disputa poder, sabemos que hay quienes llegan a esa disputa con mayores probabilidades de éxito. Y finalmente tendremos un resultado, probablemente predecible.

El contendiente más entrenado, con más experiencia, más grande, tiene mayores probabilidad de triunfar en una riña callejera. Y si alguno de los participantes cuenta con armas, evidentemente eso modifica radicalmente la probabilidad. Pero esta situación hipotética no representa realmente el juego del poder. Normalmente entendemos este juego como un proceso de apuestas por la acumulación del poder a partir de la conjunción de diversos escenarios.

Los países disputan poder en las competencias deportivas, disputan poder en el prestigio de sus artistas, pero también disputan poder en las reuniones multilaterales de los foros globales o en las guerras propias e incluso de terceros. Un descubrimiento arqueológico, un desarrollo culinario, un nuevo yacimiento mineral, una grabación callejera hecha por un celular, pueden modificar el posicionamiento de manera significativa.

Ganar en la política, perder en el poder

Normalmente se asocia el juego del poder con el ajedrez y algo de razón hay en ello: la posición es más importante que las piezas. Si un sector político domina la escena por una década desde la impugnación, creciendo sistemáticamente, puede llegar a pensar que su crecimiento cuantitativo es suficiente. Eso es como contar las piezas en el tablero.

Pero la realidad es diferente: si tras una década de crecimiento, una fuerza política representa la gran impugnación, pero no ha construido un territorio conceptual propio, si no tiene un horizonte de sentido, si desconoce las herramientas del control (debiendo abandonar crecientemente los esfuerzos por impugnar); entonces esa fuerza política no ha crecido realmente en su poder. Lo que tiene es una ventaja cuantitativa de cara a un proceso electoral, lo que tiene es la capacidad de hacer difícil a otras fuerzas política la administración del poder; pero no ha generado un tránsito a las acumulaciones de poder más estabilizados. En ese caso, se construye sobre arena. Y ya sabemos lo que ello implica. En Chile ya no es una metáfora.

La administración del poder normalmente se ejecuta desde la política. El poder y la política son diferentes. Esta última es un mecanismo institucional para domesticar el poder. Mediante este procedimiento de modulación desde estructuras estables, la energía del poder se estabiliza y sus fluctuaciones se tornan sinuosas. Esto es fundamental porque el poder es una energía. Al actor que administra poder le conviene la ruta institucional. Al que impugna, le conviene relativamente la vía no institucional, pero a condición de no romper el juego. Y esto lo vemos todos los días.

La distinción entre poder y política produce un efecto fundamental para poder comprender los procesos donde ambos conceptos se despliegan. El triunfo en la política no tiene por qué ser lo mismo que el triunfo en el poder. Si son fenómenos distintos, aunque vinculados, existe la posibilidad que uno se mueva hacia una dirección y el otro se mueva de modo opuesto. La asimetría más habitual es que se pueda ganar en la política y perder en el poder.

Un ejemplo concreto

Supongamos que un destacado periodista, conductor de radio y televisión, decide ser candidato a Senador. Está tratando de convertir su poder de opinión pública en un cargo. Y supongamos que lo logra, es electo. Es un gran logro indudablemente.

Desde los siguientes meses será un Senador. Y claro, los senadores tienen poder, más que los diputados. Pero, ¿qué tanto poder ostenta un cargo? Este es un punto decisivo. La mayor parte de las personas cree que un cargo es relevante porque otorga una influencia decisiva en la aprobación de leyes o en la supervisión del sector público. Sin embargo, los cargos ‘no valen’ lo mismo todo el tiempo y en diferentes contextos.

Un cargo importante puede estar revertido de garbo, pero ser inútil la mayor parte del tiempo. Es un problema en la actualidad la falacia de los cargos, es decir, creer como una verdad que la ostentación de un cargo convierte a alguien en un actor relevante. Hoy un comentarista deportivo con audiencia es más influyente que un Senador. Este hecho puede ser desagradable, pero es cierto. Por eso nuestro hipotético periodista que ha perdido una tribuna formalmente neutra, ya está domesticado como un actor político, de hecho, no tiene juego.

Y en el Congreso debe alinearse, no se puede jugar solo, porque serás irrelevante, un voto en medio de un mar de posiciones definidas no es nada. Y es peor que eso. La estructura de poder institucional de un Senador es limitada, contratará a un par de asesores y tendrá alguna influencia en su territorio, pero nada formal.

El periodista que influía en la discusión nacional cada día, pasa a ser un Senador incapaz de articular decisiones del poder ejecutivo, asunto que antes hacía con facilidad, con una insinuación, con un ataque o con una entrevista.

El triunfante político que logró rápidamente ser Senador, resulta que formalmente es más grande, está más cerca de los grandes premios del sistema político, ha obtenido ya bastante. Pero en realidad su peso político se ha reducido. ¿Ha ganado una elección? Sí, pero ha perdido libertad, ha perdido la capacidad de construcción de su propio proyecto y ahora pasa a depender de una burocracia partidaria. ¿Ganó? Sí. ¿Perdió? También. Formalmente es un triunfador, pero está en una trampa de mediano plazo. Ganó perdiendo, ese es el resumen.

Victorias a lo Pirro: ganar perdiendo es la peor combinación

Y es que en la política hay cuatro combinaciones posibles entre el triunfo y la derrota.

a) Ganar ganando
b) Ganar perdiendo
c) Perder ganando
d) Perder perdiendo

Todos entendemos fácil qué es ganar ganando. Y qué es perder perdiendo. Pero, ¿qué es ganar perdiendo? ¿Y qué es perder ganando? Explicaremos estas combinaciones y dejaremos en claro que, por lejos, ganar perdiendo es lo peor.

Todo animal que se precie de estar vivo evita perder. Sin embargo, es posible que nos entreguemos con mucha felicidad a una victoria que conducirá de manera casi inevitable a la derrota. El placer inmediato, el momento del crecimiento acelerado, el triunfo formal y las luces del éxito son una tentación difícil de soslayar. Y es que la derrota puede teñirse muchas veces de victoria.

La historia cuenta la existencia de grandes generales en la guerra. Algunos de los más famosos fueron Alejandro (en Grecia), Napoleón (imperio francés), Julio César (Roma) y Simón Bolívar (América del Sur). Pero hay un general extraordinario que quedó en la historia con su nombre marcado de ironía. Se trata del rey Pirro, gran guerrero que gobernó hace 2300 años en la costa de la península griega entre el Mar Jónico y el Adriático.

El líder logró gran cantidad de victorias sorprendentes y tuvo resonantes triunfos en la bota itálica contra los romanos. Era un general osado, que daba demostraciones de habilidad personal constantemente y que estratégicamente era capaz de girar los escenarios por completo. Usaba todos los recursos imaginables. Varias batallas las ganó con elefantes que aplastaban a los rivales.

Pero sus enormes logros militares quedaron eclipsados por su propio diario, un extraordinario e interesante documento con numerosos detalles y comentarios de sus expediciones. Y en numerosas batallas, donde su adicción al riesgo fue gigante, logró triunfos resonantes que él describió irónicamente: “con otra victoria como esta estaré perdido”, “si gano nuevamente así volveré solo a mi casa”, todas referencias a triunfos con grandes pérdidas. La verdad es que sus expediciones fueron sumamente exitosas y sus logros eran sorprendentes pues su pueblo era muy pequeño e históricamente poco relevante (actualmente parte del antiguo Épiro se encuentra en Albania y el resto en la actual Grecia).

Por tanto, probablemente las referencias de Pirro en sus diarios eran más bien falsa modestia. Pero los lectores no siempre entienden la ironía y sencillamente Pirro quedó como el símbolo de las victorias que son a la larga, derrotas.

Se suele conocer entonces como ‘victoria pírrica’ aquellos logros que solo debilitaron al triunfante. Ejemplos de batallas con estas características en la historia hay decenas. Un buen ejemplo fue la “guerra de invierno” de 1940 entre Finlandia y la Unión Soviética, cuando estos últimos atacaron el territorio finés terminando con una negociación que les permitió contar con más de un diez por ciento del territorio del país nórdico.

Sin embargo, el mal desempeño del Ejército Rojo (soviético) animó a Hitler a su asedio a San Petersburgo y los constantes enfrentamientos entre ambas naciones que redundó en un volumen de muertos sorprendente, que hasta el día de hoy afecta la demografía de Rusia. También ocurrió lo propio a los nazis, pues cuando tuvieron un enorme éxito en la conquista de Francia, donde ganaron rápido y fácil; creyeron que su potencia les permitiría dominar a la Unión Soviética, repitiendo una escena conocida en la historia, la de ir a conquistar la zona rusa y salir derrotados.

La política, en todo caso, es más frecuentemente pírrica que la guerra. Los ganadores que avanzan hacia su derrota final son habituales.

Hoy no es infrecuente apreciar, en el mundo y en Chile, el deambular de un Pirro tras otro, no es extraño ver a un gobernante recientemente triunfante que, habiendo ganado una batalla, enfrenta un destino oscuro de debilidad y soledad.

En nuestro país pasó en la Convención Constitucional, pasó con la elección presidencial y ahora presenciamos el momento en que Kast comprende que su victoria ha sido pírrica. Habrá que decir que, en estas últimas semanas, no lo ha gestionado mal y probablemente esté haciendo lo mejor que puede de momento. Pero su pírrico presente parece no ser soslayable.

Esto acontece en el mundo. Estados Unidos ha devenido en un gigantesco Pirro. Se presentó al nuevo siglo habiendo vencido el socialismo, se presentó con el liberalismo político y económico en auge, era el fin de la historia. El mundo había pasado de dos polos a solo uno. Era un imperio en forma, controlando los territorios cercanos y lejanos. El mundo unipolar parecía garantizado, pues Estados Unidos manejaba la mejor tecnología, la bolsa más poderosa, la moneda más poderosa, la industria del cine de Estados Unidos era el imaginario del mundo, sus cadenas de noticias eran las más influyentes, el sistema financiero se anclaba en ellos, sus servicios de inteligencia no eran comparables.

Parecía un sueño. Era dream team. Pero un día despertaron y un país subdesarrollado se había convertido en la referencia con un diseño sencillo: mucho comercio, mucha logística, venta barata y desestimación de la propiedad intelectual. Fue así como una autocracia en vías de desarrollo eclipsó en un par respiraciones la fuerza irresistible del imperio intelectual, moral y militar. Una suma ingente de cemento y contenedores en los puertos venció a toda la complejidad del siglo XXI.

Estamos en la era de Pirro. Mire usted donde quiera y encontrará a esos vencedores que, precisamente como resultado de su más exitosa acción, han construido el camino de su derrota.