Fue en 1985, o el 86. Era plena dictadura, con una represión desatada por las protestas y la “movilización ascendente”.

Desde la Facultad de Arquitectura y Arte de la Universidad Católica habíamos realizado una actividad en un jardín infantil en La Legua que consistió en pintar -un día sábado, junto a algunas profesoras del establecimiento- un gran mural en la pandereta gris a la que miraban todas las salas, con la idea de darle color y alegría a los niños. El alcalde de la época (Murúa) interpretó el mural, con una imaginación notable y un nivel de paranoia superior, como una alegoría y denuncia del asesinato de tres profesionales comunistas (lo que jamás pasó por nuestras cabezas y menos estaba en nuestras intenciones). El resultado fue que Murúa despidió a algunas profesionales que trabajaban en ese jardíne hizo borrarlo mientras los niños estaban en el jardín infantil provocando un llanto general.

En ese contexto, se organizó una actividad denuncia y de solidaridad por esta reacción arbitraria en la Casa de la Cultura, liderada en esa época por el poeta Víctor Hugo Castro.

Ahí llegaron, entre otros, José Balmes, Gracia Barrios (ambos después serían Premio Nacional de Arte) y Claudio Di Girolamo (estoy casi seguro que también estuvo Roser Bru, que también sería Premio Nacional de Arte) para pintar un mural en la fachada de la Casa de la Cultura de La Legua, justo al lado de la iglesia. Ahora si con contenido político.

De todos ellos, de una u otra forma, sabíamos en la Universidad. Pero Balmes era un mito, por su aporte a la pintura y por su obra comprometida y militante. Por su afiche contra Vietnam…

En un ambiente tenso, en el que periódicamente pasaban vehículos sin patente y ventanas polarizadas, estos artistas pudieron generar un ambiente de compromiso, de lucha, de conciencia y solidaridad desde el compartir, el crear, el participar independiente de las habilidades y los pergaminos de cada cual en esta actividad testimonial que sabíamos era poco probable que tuviera mayores efectos.

Ese sábado cada cual aportó lo suyo. Y en eso, Balmes destacó por su voz ronca, su vehemencia, su pincelada decidida, una capacidad notable de espantar fantasmas y buitres, de aunar y hermanar. De ayudar a crear un espíritu que sólo se fue diluyendo cuando fue menguando la luz del día y el miedo, el horroroso miedo de todos los días empezó a volver a ocupar su lugar en La Legua y gran parte del país.

Ha pasado mucho tiempo, la Casa de la Cultura ya no está (al menos ya no está ahí, aunque hoy hay muchas iniciativas culturales potentes en La Legua) y tampoco el mural; el miedo de antaño se ha mutado en otros miedos. Pero el recuerdo de esos artistas –y de José Balmes- sigue –con todo lo difuso e irreal que otorga el tiempo- imborrable.

José Balmes y los artistas mencionados tienen obras contundentes, que son parte de nuestro imaginario. Además han sido ejemplo de entrega, de perseverancia, de lucha en distintos ámbitos. Verdaderos ejemplos y guías.

A José Balmes después lo vi muchas veces en la Universidad, en inauguraciones de exposiciones o entrando y saliendo de u casa en calle Enrique Richards, cuando remodelé una casa en esa calle.

Pero ese día, el mito de José Balmes se hizo carne, fue realidad en toda su potencia.