No fueron pocos los esfuerzos de la clase trabajadora en los días de la Gran Depresión, una de las crisis económicas más duras que recuerde Estados Unidos y el mundo, justo en la antesala de la trágica Segunda Guerra.

La población de ese entonces, resentida por las consecuencias del desplome histórico de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929, estuvo obligada a ingeniar nuevas formas para sobrevivir, ya sean en el campo o las ciudades, alterando incluso sus rutinas y nociones estéticas.

La expresión “Hazlo por ti mismo” (“Do it yourself”), hasta entonces, nunca tuvo tanto sentido: mujeres y hombres tuvieron que encontrar vías ante la escasez de productos, y aquel gesto se resiliencia también se vio reflejado en sus vestimentas.

Ocurrió cuando las mujeres notaron que uno de sus alimentos básicos, la harina, venía en sacos de algodón que permitían ser reconfeccionados. Y así, con diseños innovadores y creativos, pudieron vestir a sus hijos y a ellas mismas, e incluso generar ingresos extra para sus familias.

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La idea fue percibida por los fabricantes de harina, quienes con el tiempo modificaron el diseño de sus sacos pensando en su segundo uso.

Así, rápidamente comenzaron a aparecer sacos floridos y coloridos, los que relucieron en pañales, vestidos, paños de cocina y manteles, entre muchos otros. A su vez, se comercializaron (en ellos) diseños para crear diversas piezas textiles, con tinta lavable en sus etiquetas de rotulación para facilitar el reciclaje.

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Según datos del portal estadounidense Little Things, 3.5 millones de mujeres y niños usaban ropa o artículos hechos con sacos de harina durante la década del 30.

Como la demanda era amplia, los diseños que se comercializaron intentaban ser transversales y alcanzar el máximo de público posible. Por lo mismo, no es de extrañar que, con el tiempo, algunos se convirtieran en clásicos de la “moda de consumo”.

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Los sacos venían con tutoriales para convertirlos en artículos de todo tipo. Una de las claves del éxito de estos modelos, según los expertos, radica en los colores de las telas, los que permitían transformar dicho material.

Algunas mujeres incluso usaron sus habilidades en la costura para trabajar desde casa. El espíritu de esta técnica era la reutilización: cuando un vestido ya no servía, se reconvertía en colcha, y luego, si era posible, en un pañuelo de bolsillo o un mantel de cocina.

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Todo esto iba bien hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, allá por 1939, cuando el algodón comenzó a utilizarse en los uniformes de los soldados que iban al combate, y la sociedad pareció dispuesta a sacrificar su marginal y creativa industria textil por apoyar a las tropas.

Desde entonces, la harina comenzó a comercializarse en paquetes de papel, sin flores ni diseños ni ideas de reciclaje. Adiós a los vestidos, las colchas y los ingresos extra. Ya no eran necesarios. El mundo había cambiado otra vez.

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