Durante las últimas semanas hemos sido testigos de episodios graves de violencia, vinculados a espacios de la vida educativa, tales como escolares enfrentándose dentro y fuera de sus establecimientos; denuncias por acoso y abuso sexual en contra de las niñas; e intentos de secuestro en las cercanías de instituciones universitarias, son solo algunas de las muestras de los hechos de violencia que han tomado protagonismo en las últimas semanas luego del retorno a clases.

Estamos afrontando una crisis profunda que no podemos desvincular de otras situaciones alarmantes que, año tras año, se hacen presentes en nuestros cotidianos. La violencia que hoy se experimenta en centros educativos no es aislada ni nueva, es resultado, entre otras cosas, de la ausencia de políticas públicas en Educación Integral de la Sexualidad (EIS) desde la niñez, con perspectiva de género y enfoque de derechos humanos.

La EIS como pedagogía crítica, busca dotar a niñas, niños y jóvenes de herramientas que les permitan decidir, conocer e informarse acerca de la sexualidad entendida de manera amplia, positiva e integral. Busca, entre otras cosas, que desarrollen habilidades, conocimientos y actitudes que celebren la diversidad, el respeto, el cuidado, autocuidado y consentimiento; promueve que, desde los afectos, las comunidades educativas (formales y no formales) puedan desenvolverse en sus entornos de manera saludable, afectuosa y responsable.

Hoy nos encontramos en un escenario en el que se continúan parcelando las problemáticas experimentadas dentro de las comunidades educativas. Comprender que las violencias de género, homofóbicas, raciales, transfóbicas y etarias, entre otras, responden a la falta de educación sexual, es el primer paso para abordar la problemática. Luego, resulta fundamental incorporar en nuestros análisis que esta problemática alude a todas las actorías presentes en estas comunidades, tomadores/as de decisiones, docentes, asistentes, familias, estudiantes y el entorno.

Cabe cuestionarse en qué medida los proyectos educativos contribuyen a resolver estas violencias en alineación con los derechos humanos, con respeto por las expresiones identitarias diversas; en qué medida la misión homogeneizadora ha cesado y se ha planteado la aceptación e incorporación de la heterogeneidad como parte estructural de dichos proyectos.

Cuestionarse si quienes intervienen los espacios educativos cuentan con formación adecuada en materia de sexualidad, qué visiones de la sexualidad se encuentran plasmadas en los diferentes quehaceres que sostienen en dichos contextos, qué tanto se sabe vincular el género, las diversidades, la salud, la prevención de violencia con las experiencias concretas que se experimentan en las aulas. Preguntarnos si hemos escuchado a niñas, niños y jóvenes en sus necesidades.

Permitámonos revisar estas situaciones desde una óptica transformadora y comprender que ya es tiempo de hacernos cargo en forma y fondo de la educación sexual que niñas, niños y jóvenes reciben. No educar en sexualidad desde un enfoque integral acarrea repercusiones como las ya mencionadas.

Es relevante comprender que no nacemos con herramientas para el abordaje de la sexualidad, por ende, ni familias, ni docentes poseen necesariamente las claves, pero se aprende; como sociedad podemos articularnos y adquirir competencias para acompañar los procesos que niñas, niños y jóvenes experimentan. Para ello el Estado debe de garantizar, promover y proteger el derecho a la Educación Integral de la Sexualidad.

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