Antofagasta, Chile, madrugada del 18 de junio de 1991. Una sorpresiva lluvia torrencial en el desierto más árido del mundo genera seis aluviones, que arrasan un asentamiento humano. 92 personas mueren y 16 son declaradas desaparecidas.

Río de Janeiro, Brasil, abril de 2010. Lluvias torrenciales generan un gigantesco alud en Cubango de Niteroi, un antiguo vertedero convertido en barrio. 200 personas mueren.

Departamento del Putumayo, Colombia. 31 de marzo de 2017. Fuertes lluvias provocan el desborde de los ríos Mocoa, Mulato y Sangoyaco. Los flujos de lodo destruyen viviendas, puentes y arrastran vehículos. Se reportan más de 1.400 fallecidos.

Claramente, la exuberante, bella y feroz geografía de nuestro continente, potenciada por eventos climáticos cada vez más extremos —y tan impredecibles como un alud en pleno desierto de Atacama o como las torrenciales lluvias que golpearon al centro de Chile hace unas semanas en plena temporada seca— nos advierten sobre las necesidades de alinear esfuerzos y recursos para minimizar la exposición de los asentamientos humanos más frágiles y mejorar la capacidad de respuesta de los agencias estatales ante eventos que seguirán presentándose.

Construir comunidades y entornos más resilientes supone adoptar múltiples decisiones —políticas, legislativas y administrativas— para disponer de mayores capacidades de articulación y reacción.

En este caso, nos centraremos en un tema acotado, pero relevante: el uso de las nuevas tecnologías disponibles y la necesidad de avanzar hacia el uso de sistemas de misión crítica, idealmente de estándares internacionales como P25 (soluciones robustas, seguras, confiables e invulnerables), factor clave a la hora de mejorar la performance de los organismos de emergencia.

Este tipo de tecnología, puesta al servicio de la comunidad y de sus instituciones de seguridad y protección civil, es la que marca la diferencia en momentos críticos, agiliza las labores de las unidades en terreno, ofrece cobertura extendida e interoperabilidad con otros sistemas de comunicación, y optimiza la eficiencia de las operaciones conjuntas.

Mientras avanzamos en esa línea, cerremos con tres datos para reflexionar: Entre 2000 y 2019, se registraron 7.348 desastres naturales en el mundo, con 1,23 millones de muertos y un impacto económico de US$3 billones, según la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción de Riesgos de Desastres (UNDRR). Claramente, es tiempo de reaccionar.

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