El desafío no es imitar a Finlandia o a Dinamarca, sino comprender la lógica que sustenta sus decisiones: el movimiento no interrumpe el aprendizaje; es una condición para que ocurra.
La Ley 21.778, recientemente promulgada en Chile, busca estimular la actividad física y el deporte en los establecimientos educacionales para promover una vida saludable y activa.
A primera vista podría parecer una política más en un ecosistema saturado de normativas. Sin embargo, su importancia es mayor: esta ley apunta a una dimensión esencial del desarrollo humano que la escuela moderna ha ignorado sistemáticamente.
El cuerpo —su movimiento, su agencia, su potencia expresiva— nunca fue un accesorio del aprendizaje: fue su origen. Retomar esta verdad biológica, pedagógica y civilizatoria es, en rigor, un acto de reparación histórica.
1. La especie humana se hizo caminando, no sentada
Desde la biología evolutiva hasta la antropología comparada, la evidencia converge: somos una especie diseñada para movernos.
Nuestros sistemas cardio-respiratorio, musculoesquelético, endocrino y, crucialmente, nervioso, se moldearon durante cientos de miles de años en un contexto de desplazamiento constante, exploración del entorno, juego social, búsqueda de recursos y cooperación en movimiento.
Es sólo en los últimos cien años —un parpadeo en términos filogenéticos— que la vida cotidiana quedó subordinada a una organización fabril y sedentaria, con jornadas prolongadas diseñadas para la eficiencia productiva más que para la salud integral.
Ese desajuste evolutivo se expresa en el aumento mundial de enfermedades no transmisibles asociadas al sedentarismo: obesidad, diabetes tipo 2, depresión, síndrome metabólico y deterioros cognitivos preventables (World Health Organization, 2020).
No se trata de “falta de voluntad”, sino de un choque estructural entre un cuerpo diseñado para andar, jugar y explorar, y un estilo de vida que lo inmoviliza. La escuela, con su arquitectura basada en sillas, filas y tiempos rígidos, replica de forma acrítica la lógica fordista que hoy genera más problemas que soluciones.
La ley 21.778, al volver a situar el movimiento como un eje escolar, permite al sistema educacional reconectar con esta condición originaria de nuestra especie.
2. Juego, movimiento y neurodesarrollo: la base de aprender
La investigación en neurociencias del desarrollo es contundente: el movimiento es un organizador central de la maduración del sistema nervioso.
Durante la infancia, las experiencias motoras amplias —correr, saltar, trepar, balancearse, girar— modulan la arquitectura cerebral, fortalecen las conexiones sinápticas y crean condiciones para funciones cognitivas superiores como la planificación, el razonamiento, la memoria y el control inhibitorio.
El juego corporal, además, activa la curiosidad epistémica, que es el motor primario del aprendizaje. Niños y niñas aprenden explorando: tocando, desplazándose, midiendo distancias, probando resistencias, enfrentando incertidumbres motrices.
Esta agencia temprana —la sensación de “yo puedo”— tiene correlatos neurobiológicos en la corteza prefrontal y en sistemas dopaminérgicos vinculados a la motivación y la persistencia.
Un sistema educativo que reduce el cuerpo a un mero soporte para la mente, o que confina el movimiento a 90 minutos semanales, renuncia a esta fuente de desarrollo. La ley abre una puerta para que la escuela reencuadre su misión: no se trata de “hacer ejercicio”, sino de habilitar entornos donde el desarrollo motor y el cognitivo se co-construyan.
3. Movimiento para enfrentar la epidemia silenciosa de las pantallas
El movimiento escolar también es una herramienta crítica para combatir un fenómeno creciente: la adicción infantil y adolescente a las pantallas.
El uso intensivo de dispositivos digitales en edades tempranas está asociado a déficits en atención sostenida, regulación emocional y discriminación crítica de información, generando nuevos analfabetismos: niños y niñas que no pueden distinguir fuentes confiables, ni verificar datos, ni interactuar socialmente sin mediación tecnológica.
Al mismo tiempo, la creciente sustitución del juego libre por pantallas genera aislamiento social, dificultad para cooperar, menos aprendizaje entre pares y mayor sensación de soledad.
Las actividades físicas grupales son un antídoto probado: aumentan la empatía, la sincronía social, la lectura emocional y la resolución colaborativa de problemas. La escuela activa no solamente mejora la salud física; reconstruye la vida gregaria, condición esencial de cualquier comunidad educativa.
4. Actividad física para aprender mejor: neurogénesis, memoria y bienestar
La relación entre actividad física y aprendizaje ya no es una intuición pedagógica, sino un hallazgo robusto en neurociencia. La actividad física moderada y vigorosa aumenta los niveles de brain-derived neurotrophic factor (BDNF), una proteína fundamental para la neurogénesis, la plasticidad sináptica y la consolidación de la memoria declarativa y procedimental. En palabras simples: moverse crea mejores condiciones para aprender y recordar.
Además, la actividad física regular reduce el estrés tóxico mediante la regulación del eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, mejora el estado de ánimo, fortalece las funciones ejecutivas y favorece el bienestar subjetivo, todos predictores escolares más potentes que cualquier variable tradicional.
Por ello, la discusión no debe reducirse a “más educación física”, aunque más tiempo no sería perjudicial, sino a una escuela más activa, dinámica y vital.
5. Hacia una escuela activa: más allá de la clase de educación física
Una política moderna debe incluir acciones como:
– Recreos activos con estaciones de juego, materiales disponibles y espacios seguros.
– Bloques de clase más cortos, coherentes con la capacidad de concentración según la etapa de desarrollo (intervalos de 20–30 minutos para primaria).
– Salidas pedagógicas frecuentes para conectar el currículum con el entorno.
– Monitores deportivos estudiantiles, donde estudiantes mayores acompañen actividades con los más pequeños, favoreciendo liderazgo y pertenencia.
– Estaciones de movimiento integradas a asignaturas, siguiendo modelos internacionales como:
Active Smarter Kids en Noruega, donde matemáticas y lenguaje incluyen pausas activas que elevan el rendimiento académico.
Schools on the Move en Finlandia, donde cada escuela diseña su propio plan de movilidad diaria; los resultados incluyen mejoras en disciplina, convivencia y logros académicos.
La política danesa de 45 minutos diarios de actividad física, integrada curricularmente, con efectos positivos en bienestar y conducta escolar.
El programa holandés Bewegen voor je brein, con mejoras demostradas en ortografía y matemáticas mediante actividad física integrada.
Estos ejemplos muestran que la escuela activa no es una excentricidad nórdica: es una tendencia educativa global basada en evidencia.
6. Una oportunidad histórica para transformar la escuela chilena
La Ley 21.778 no es sólo una novedad normativa. Es, posiblemente, la primera vez que el sistema educativo chileno se anima a tocar una tecla profunda: la sinergia entre desarrollo, maduración y aprendizaje.
Nos permite cuestionar rutinas escolares que ya no funcionan —jornadas excesivas, fragmentación curricular, evaluación repetitiva, inmovilismo corporal— y avanzar hacia un modelo educativo que responda a las necesidades reales de las nuevas generaciones.
El desafío no es imitar a Finlandia o a Dinamarca, sino comprender la lógica que sustenta sus decisiones: el movimiento no interrumpe el aprendizaje; es una condición para que ocurra.
Chile tiene la posibilidad histórica de crear escuelas más activas, más alegres y más saludables. Escuelas donde moverse vuelva a ser sinónimo de aprender.
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