Desde hace un tiempo a esta parte los dichos del Presidente Boric comienzan a diseñar un espacio semántico algo extenso. La suma de los dichos podría llegar a impedir la construcción de un discurso central para su gobierno.

En la medida que la política se torna inútil, emerge un subsidio para mitigar dicha condición: el abuso del gesto, la obsesión performática. El actuar meramente simbólico sí es relevante en política, ya que una dimensión de ella es litúrgica: ritos que articulan la relación entre gobernantes y gobernados, entre el poder constituido y el constituyente (normalmente pasivo).

Nunca está de más señalar que los procesos de legitimación no operan solo funcionalmente, sino que tienen un componente simbólico. Los nuevos liderazgos normalmente utilizan con profusión la gestualidad para llamar la atención. Pero la gestualidad, justamente por ser simbólica, marca rutas y límites a los mensajes que emite.

Si bien la política supone ‘muñequeo’, es decir, movimientos relativamente contradictorios que permitan articulaciones mínimas; no es menos cierto que los límites existen. Umberto Eco escribió un libro que se llamaba ‘Obra abierta’ donde señalaba la multiplicidad del campo de la interpretación que se puede hacer respecto a algo dicho o escrito.

Años después se sintió obligado a escribir otro libro, debido a los absurdos que habían derivado de su obra original, habiendo quienes consideraban que toda obra con significado estaba totalmente abierta. Por eso escribió un nuevo libro: ‘Los límites de la interpretación’ se llamó. Ese libro era para decir que, no obstante la significación era un proceso abierto, era evidente que el esfuerzo de decir algo por un emisor no puede ser llevado a cualquier sitio en nombre de la significación abierta.

La dificultad para encontrar un punto central en las alocuciones del Presidente es evidente

En política, permítame usted volver por donde vine, los límites de los dichos y los actos existen. Y cuando esos límites se superan, estamos frente a la ausencia de sentido.

Desde hace un tiempo a esta parte los dichos del Presidente Boric comienzan a diseñar un espacio semántico algo extenso. La suma de los dichos podría llegar a impedir la construcción de un discurso central para su gobierno. Para ello propongo un ejercicio. Partamos por una pregunta: ¿es posible desprender un campo semántico en las acciones y dichos del Presidente Boric? ¿Hay parentescos entre sus dichos? ¿O estamos ante contradicciones?

El Presidente Boric, hace ya tiempo y puesto ante la estatua del expresidente Patricio Aylwin, se identificó con el expresidente, asociando su generación política con la de la democracia cristiana de fines de los sesenta e inicios de los setenta. Esa identificación produjo cierto estupor ya que el Frente Amplio ha sido enfático y hasta despectivo respecto al rol histórico de esa Democracia Cristiana. El Presidente fue, no obstante, elogioso de dicho partido.
Como jugada política puede ser adecuada, pero ¿cómo sintonizar eso con otros dichos propios?

Antes de este evento y después (en estos días sin ir más lejos) el Presidente se ha identificado intensamente con el expresidente Salvador Allende. La última vez lo hizo escuchando el histórico discurso de Allende del 11 de septiembre de 1973.

En ese discurso dice: “Ante estos hechos, solo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar!”. Este discurso fue reproducido por los parlantes en el evento de conmemoración del 11 de septiembre este 2023 y, cuando este pasaje fue emitido, el Presidente Boric hizo coro con el Presidente Allende y en voz alta sentenció: “¡Yo no voy a renunciar!” Irina Karamanos, pareja del Presidente, lo miró extrañada.

Una semana después, para el Te Deum Ecuménico, el Presidente se emocionaba en el evento y con fervor unía sus manos en posición de oración. El gesto resultó curioso pues el Presidente no es creyente y el acto de respeto a las denominaciones religiosas no incorpora ninguna necesidad diplomática en este orden.

De hecho, es un tema que en las repúblicas laicas debe tomarse con cuidado. En estos mismos días el Presidente de Francia Emmanuel Macron ha sufrido críticas por ir a saludar al papa Francisco en un evento no oficial en Marsella. En el parlamento francés se oyeron voces criticando el gesto del Presidente por su falta de laicismo.

Pero la conducta el Presidente Boric es más extraña si se piensa que, un año antes, en el mismo evento, al ponerse todos de pie en medio del oficio, el Presidente se puso de pie, pero se giró y dio la espalda al altar (con todos los participantes del evento en la dirección opuesta). No fueron pocos los miembros de las iglesias evangélicas que se sintieron denostados por la actitud.

Pero volvamos a 2023. El Presidente volvería a sorprender con un gesto el 19 de septiembre. Fue en la Parada Militar, en la conmemoración de las glorias del Ejército de Chile, cuando decidió cantar “Los viejos estandartes”, himno oficial del Ejército de Chile desde 1976 (compuesto en los sesenta, pero que trata sobre la campaña de Baquedano hacia Perú), normalmente considerado un símbolo de la dictadura y del pinochetismo.

Si además consideramos que el Presidente Boric fue crítico de la figura de Baquedano (por ser un nombre que divide) y que sugirió que la estatua principal en Plaza Baquedano pase a ser Gabriela Mistral; vemos que es difícil articular todo esto.

La dificultad para encontrar un punto central en las alocuciones del Presidente es evidente. El Frente Amplio nace con una crítica muy importante a la transición. Dicha crítica llega a su punto más alto el 18 de octubre donde se instala la tesis de los 30 años, centrándose la responsabilidad de los problemas de Chile en la transición.

Esa era la posición del entonces diputado Gabriel Boric. Pero en julio de 2023, en gira en Europa, el Presidente Boric declaró que se había sido injusto con el juicio a los 30 años y que era indudable el progreso de Chile, por lo que las diferencias eran de matices.

De contradicciones y doble pensar

Uno de los principios de la lógica aristotélica es que no se puede enunciar una cosa y su contrario, es decir, que a la lógica le repugna la contradicción. Este principio es probablemente uno de los pilares de nuestra civilización occidental y de la construcción intelectual moderna. Pero los pilares a veces se queman y el sostén de la construcción flaquea.

Orwell sugiere en 1984 una distopía donde la lengua es mero adoctrinamiento y, para que ello sea viable, dicha lengua debe admitir el ‘doblepensar’, forma de enunciación donde una cosa y su contraria pueden ser consideradas verdaderas a la vez.

¿Cuál es el sentido de dicha doctrina? Usar el poder para detener el curso de la historia es una acción que solo puede ejecutarse con una trampa ante la realidad, pero esa trampa debe ser borrada en la siguiente jugada y para ello debe ser pensado lo opuesto. Orwell está pensando en una sociedad disciplinaria, una proyección de los entonces denominados ‘socialismos reales’ (totalitarismos).

Sin embargo, la operación del doblepensar desde hace mucho rato que circula frente a nosotros, en medio de democracias de cuño liberal donde la promesa de la falacia solo debiera radicar en el error, no en la voluntad consciente de los actores por carecer de una verdad.

La política, de toda la vida, admite la contradicción. El ejercicio del poder o, peor aún, la necesidad de ejercerlo sin lograrlo; son escenarios donde la lógica pierde fortaleza. Ello es necesario. El poder requiere cierta flexibilidad, los matices de la sociedad son tan vastos que la política no puede admitir quedar atrapada en una palabra dicha otrora.

Pero cada movimiento de las formulaciones lingüísticas hacia la contradicción debe tener una justificación, un fundamento, un punto de apoyo. Si la política es hipocresía (fingir lo contrario de lo que se siente, mantener una impostura capaz de soterrar lo auténtico) o si la política es cinismo (mentir con descaro e impudicia); se pierde la musculatura indispensable de la democracia moderna.

Y es que el esfuerzo de sostener la racionalidad es el desafío democrático por excelencia. La política democrática moderna admite la contradicción porque entiende la sentencia de Max Weber: la política no es el sermón de la montaña (no es una declaración voluntarista de valores), sino que al contrario, la política es la conciencia prístina de la responsabilidad de los actos ante las consecuencias.

La lógica y la racionalidad no están en la formulación, sino en las consecuencias. Pero, ¿qué pasa si la contradicción no es más que contradicción?

La manifestación de un juicio voluble por parte del Presidente Boric, sin embargo, no es un fenómeno que lo alcance solo a él. Es más bien una condición de época.

Los chilenos hemos apoyado el estallido, hemos glorificado la justicia social y la dignidad, hemos juzgado con vehemencia a Carabineros de Chile, hemos elegido a la Lista del Pueblo más el Partido Comunista más el Frente Amplio para redactar una carta magna, hemos elegido a un Presidente de pacto de izquierda, hemos denostado los treinta años de transición y, acto seguido, hemos reivindicado el pragmatismo, hemos deseado seguridad y crecimiento, hemos santificado a Carabineros de Chile, hemos denostado el estallido y hemos elegido al Partido Republicano como actor protagónico.

Eso no ocurrió en diez años. Eso no ocurrió en cinco años. Eso ocurrió a los tres años del estallido.

Y si observamos, cuando se votó por la Nueva Mayoría parecía que la izquierda tendría por mucho tiempo la sartén por el mango. Luego ganó Piñera y en menos de dos años su gobierno estaba al borde del abismo.

La Constitución de Jaime Guzmán lleva muchísimos años siendo objeto de crítica. Sistemáticamente, cada vez que medí en encuestas el deseo de mantenerla, el resultado fue siempre muy bajo. No llegaban a 30% los defensores. Pero ningún texto parece satisfacer a los electores. Y probablemente con razón. Y es que las dos propuestas que han nacido han carecido de la estatura política y técnica de un texto constitucional.

Necesitamos una nueva constitución pero no somos ni seremos capaces de hacerla a pesar de habernos encargado dicha misión como un desafío propio de la más alta relevancia.

Orwell, señalé antes, situaba el doblepensar en el plano del poder totalitario. Hoy estamos ante el doblepensar como síntoma: gobierno y oposición llaman a acuerdos y luego se atacan, todo es un camino que va en una dirección y su contrario. Nuestro doblepensar probablemente no tenga el gravoso peso del totalitarismo y quizás es solo una explicitación de un fracaso no asumido, de un Chile que se debate entre palabras que no significan nada.

Es así como vivimos en un Chile ancho y ajeno. Ancho, porque todo significado cabe, porque no hay definiciones claras, porque la precisión y la asertividad se pierden en un océano de contradicciones.

Y es ajeno porque en este mar de palabras desarticuladas solo se puede residir en un lugar sin límites. El principio de no contradicción ha sido suprimido. Y las palabras flotan hasta su irrelevancia y olvido.