El Partido Republicano en su laberinto.

Si la Lista del Pueblo fue el símbolo de la ingobernabilidad de la Convención Constituyente, en el nuevo proceso constituyente el símbolo de la ingobernabilidad es y será el Partido Republicano.

La famosísima Lista del Pueblo tiene una excusa: no eran el grupo dominante ni eran los llamados a defender el orden. En rigor, tiene dos excusas: era un grupo sin experiencia política y sin participación en las élites de la sociedad. Pueden aducir que no sabían administrar poder. El Partido Republicano no tiene, en cambio, excusa alguna. En el actual Consejo Constitucional el Partido Republicano tiene la mayoría y la coloratura de la discusión política está a su tono. Sus ideas, nadie sabe por cuanto tiempo, son las ideas dominantes (como le ocurrió por casi una década a lo que luego se llamó Frente Amplio).

Además de la hegemonía temática, tiene mayoría política en el Consejo. Y además son miembros de la élite chilena. La palabra élite, habrá que señalarlo pues es pertinente, ha dejado de referir a los miembros más capacitados de la sociedad. Nos referimos simplemente a quienes están en la punta de la pirámide.

El asunto de la gobernabilidad tiene un rasgo específico cuando se trata de ser conservador. En este sentido hay que diferenciar entre la persona que requiere gobernabilidad para poder llevar a cabo su proyecto, respecto de quien desea gobernabilidad porque prioriza la estabilidad total de las estructuras, apostando a la mínima transformación social posible. Para quien solo ejerce el poder y tiene un proyecto que desarrollar, la gobernabilidad dice relación con la capacidad de construir y sostener los recursos que le permitan ser eficaz en su administración.

Pero el conservador se enfrenta siempre ante una disyuntiva: ¿debo defender el valor intrínseco del inmovilismo, aunque de ello redunde una crisis que suponga una tensión transformadora; o debo preocuparme del resultado, es decir, de priorizar el mínimo cambio posible como resultado efectivo? Esta es la diferencia entre el conservadurismo tradicional respecto al moderno. El conservador previo al siglo XIX es alguien que defiende los valores del orden a rajatabla, sin importar las consecuencias. Desde las modificaciones conservadores del siglo XVIII, sobre todo en Inglaterra (Burke es esencial en esto), el camino ha sido más pragmático. Surge aquella máxima fundamental: cambiar para que nada cambie. El reformismo limitado es, atendiendo la lógica de la época, la herramienta del conservador. “Gatopardismo” se suele llamar a partir de la novela de Lampedusa. La tensión entre las dos formas de ser ‘conservador’ están siempre sobre la mesa. Un predominio radical de la visión antigua tiene un defecto obvio: no respeta el mínimo principio de adaptación a lo social. Un predominio radical de la visión pragmática, en cambio, tiene el riesgo de cuestionar los valores y aceptar la máxima moderna de Maquiavelo donde el fin justifica los medios.

Para el Partido Republicano entender este problema ha sido tan difícil como era para Churchill entender a Rusia. El Primer Ministro inglés decía que Rusia era “un acertijo envuelto en un misterio que está dentro de un enigma”. En definitiva, al grupo dominante del Consejo Constitucional le ha costado entender que su defensa de la Constitución Política de 1980 es una herramienta para defender el orden social en el que creen y no un fin en sí mismo. Pero de un momento a otro dicho texto se convirtió en el Corán para algunos miembros del partido: el texto no se puede citar modificándolo, el texto no se puede tocar, solo puede haber traducciones oficiales, es la palabra de Dios. Por supuesto han existido esfuerzos en dirección a un ‘laicismo republicano’ dentro del partido, es decir, hay quienes consideran que la Constitución Política es un texto y que la relevancia política excede a ese documento. Para este grupo, poderoso pero minoritario en la interna del partido, este momento es la prueba de fuego de la capacidad de la fuerza política para demostrar dotes administrativas del poder.

Ante estas dos tesis, ¿qué hacer? La pregunta leninista penetra el Partido Republicano.

Los tiempos no están para estrategias. La inteligencia es sospechosa. Y ante ello la simplicidad de las fórmulas se impone. No es un síndrome que afecte solo a los republicanos. Pero bajo una visión simplona y aritmética, surge la fórmula que tantos han aplicado con total y ostentoso fracaso en esta última década: la tesis de promediar las tesis. Es la traducción del método de negociación de la actividad comercial: ante una diferencia X (yo ofrezco 80, tú pides 100), cortamos la diferencia por la mitad (X es 20, cada uno cede posición en 10). Bajo esta lógica los republicanos han pensado que se puede promediar un plebiscito. La suma de aprobar la nueva propuesta y la Constitución de 1980, partida por la mitad; daría un resultado. Pero por supuesto, eso es imposible.

Para el respetable público de esta obra, la posición del Partido Republicano aún no se elucida. Defiende su matrimonio histórico con la Constitución de Guzmán, pero necesita coquetear y eventualmente casarse con la nueva Constitución. Y piensa que ambas cosas se pueden hacer a la vez. Aristóteles mediante, habrá que decir que es imposible. Hay un día en el que solo hay una Iglesia y un solo puesto para la novia. Jugar a ser ubicuo se logra en política, pero hay un momento en que la definición debe primar.

El Consejo Constitucional está resultando una lenta y silente tortura para el Partido Republicano. El Consejo hace aguas sin siquiera estar sometido a presión. Este punto, su mediocre crisis sin siquiera recibir presión, es presentado como un matiz a considerar por los antiguos miembros de la Convención Constitucional, que irrefrenable buscan explicaciones para su fracaso. El asunto es cierto aunque no llegue a ser, ni de cerca, exculpatorio de los errores cometidos en el anterior proceso constituyente. Lo cierto es que, ante un desafío claramente bosquejado desde el principio con el comité de expertos (una Constitución de definiciones laxas en favor de acuerdos) el Partido Republicano no acaba de entender qué hacer. El escenario con baja presión, hasta ahora, producía solo errores lógicos. Pero hemos entrado en tierra derecha y la presión ha aumentado. Ahora los errores dejan su estatus de problema lógica y pasan a ser problemas políticos. La ‘crisis de las enmiendas’ así lo señala. La única solución que algunos ven es vaciar de enmiendas el texto presentado por los textos, esto es, multiplicarse por cero como asamblea. Y la verdad es que esa solución tampoco servirá.

El fracaso constitucional de los republicanos es evidente.

La Lista del Pueblo, decíamos al principio, fue símbolo de desorden en el escenario político de la Convención Constitucional, pero la verdad es que no fue un factor de desgobierno en el texto propiamente tal. Allí las culpas de la Convención Constitucional fueron generalizadas. En el día de hoy, el Partido Republicano no solo es el símbolo periodístico de ese desgobierno actitudinal propio de sus contradicciones, sino que es además (en el sentido más riguroso del término) un factor de desgobierno en la redacción del texto. El Partido Republicano es menos ostentoso, pero más caótico, que la Lista del Pueblo. En estos días el sistema político se ha organizado, desde el temor, en defender los caminos emprendidos. Se ha valorado la acción del Partido Republicano, sus renuncias, sus remilgos. La izquierda también argumenta que era una estrategia de dicho partido. Pues bien, la palabra estrategia no ha sido pronunciada en dicho partido. Sus éxitos han sido, como muchas cosas en estos años, errores ajenos.

Desde el principio del Consejo Constitucional el escenario del Partido Republicano no se mostraba como una ruta fértil. Se parecía más a una tragedia griega que a una oportunidad. El Partido Republicano arrasaba en las elecciones, pero debía hacerse cargo de liderar un consejo constitucional al cual se plegaban para hacer algo completamente diferente a dar estabilidad: se habían introducido al proceso para jugar en contra del proceso, pues preferían mantener la Constitución de 1980. Sin embargo, esa acción infantil se transformó en un desafío de adultez porque cuando Dios les dio la mayoría (asumo que así lo creen) se produjo un problema: ¿por qué Dios habría de darles la oportunidad de redactar una nueva Constitución si su palabra ya había sido escrita por el profeta Guzmán? Difícil solución. Los dioses siempre hablan en acertijos. Y desde entonces el Partido Republicano, un pueblo confundido, se debate entre dos imposibles: trabajar para que se apruebe el nuevo texto (que enfurecería a sus militantes) o trabajar para que se rechace el nuevo texto (que sería una traición a sus votantes).

En medio de este escenario, los simplistas sostuvieron una tesis (naturalmente simple): se ganaba por sí o por no. Los simplistas y optimistas, habrá que decirlo, son de lo peor. Para ellos, si se aprobaba el nuevo texto, era un triunfo del Partido Republicano. Si se rechazaba el nuevo texto, era un triunfo de la Constitución de Guzmán, que juraron defender. Sentían que Dios no les había puesto una prueba, sino que les había dado un premio. Confundieron la expulsión del Paraíso con un premio.

La verdad era muy distinta. El Partido Republicano habita desde el inicio de este proceso en una trampa, en una especie de bifurcación temporal en la que pretenden suspender el paso del tiempo. Si la Convención Constitucional se obsesionó por acelerar la historia, el Partido Republicano sueña con detenerla. El tiempo, decía Aristóteles, es la medida del movimiento. Pero el Partido Republicano (en incomprensible tono posmoderno) responderá al filósofo de dos mil quinientos años con un argumento muy simple: es necesario discutir si existe la medida, es necesario discutir si existe el movimiento. Y mientras el mundo se mueve con frenesí, mientras ese movimiento les dio la posibilidad de existir; sencillamente construyen un negacionismo más: el tiempo quedará suspendido antes del acontecimiento. Antes del plebiscito.

El plebiscito de diciembre parecía marcar la historia. Iba a ser el punto de inflexión o, mejor dicho, la hora de la verdad. Eso pensábamos todos. Llegaríamos a ese instante ante la duda. Y es que probablemente, en un escenario abierto, tanto el Presidente Boric como José Antonio Kast se habrían sentido compelidos a defender el voto a favor. Y ello ofrecía (creían algunos) una oportunidad (en realidad era la total pérdida de sentido). Pero todo parece indicar que la perspectiva de un diciembre decisivo era optimista. Y es que el mayor nivel de energía y erótica del Consejo Constitucional probablemente está ocurriendo hoy. El aumento de la opción ‘a favor’ se lee positivamente, como una esperanza. La sociología usa datos, pero no es un dato. Como toda ciencia.

De modo mustio y ya sin tragedia alguna, el Consejo Constitucional entró en un punto de no retorno. Su baja probabilidad de validar una nueva Constitución dependía de una variable: ser un proceso invisible, tiernamente aburrido, sin belleza alguna, pero dotado de bases razonables para cualquiera que se enfrentase al texto. El Consejo existía en la medida de una irrelevancia capaz de trascender. Pero las refriegas, los conflictos innecesarios, el festival de enmiendas republicanas; plantearon un escenario imposible de administrar. Una crisis sottovoce ocurrió esta semana. Y con ello dos sentencias han de aceptarse como verdades del presente:

1) El proceso constitucional vigente no logrará dar una respuesta normativa a la crisis, fracasando dos veces: primero, por no tener un texto que ordene los márgenes de la discusión; segundo, porque será rechazado en diciembre.

2) El Partido Republicano ha fracasado en su primer desafío histórico y ha demostrado no tener ciertas capacidades: primero, no sabe forjar más liderazgos; segundo, no sabe construir una doctrina para la época; tercero, sus más conspicuos militantes no son ni conspicuos ni militantes; cuarto, carecen del más mínimo pensamiento estratégico.

Por supuesto, siempre cabe la posibilidad (ante una proyección de escenarios) de encontrarse equivocado. Pronto lo sabremos. En tres meses y medio la respuesta estará sobre nuestras mesas, en términos electorales. Y en ese momento veremos cómo sale el Partido Republicano de su laberinto.

En la mitología griega el Minotauro cada año solicitaba 14 jóvenes en su laberinto. Era su tributo. Los jóvenes tenían derecho a luchar con la bestia, pero el monstruo siempre vencía. Hubo un joven que se ofreció a ser parte del tributo. Había vencido a muchos rivales no humanos y creía poder acabar con la bestia. Y lo logró. Borges añade una escena formidable a la historia. Imagina a Teseo saliendo del laberinto, siendo el primer humano que había salido vivo. Borges lo imagina sorprendido más que orgulloso.

Lo imagina encontrándose con Ariadna, su amada. Y lo imagina, a Teseo, pronunciando una frase inesperada: “no me creerás Ariadna, pero el Minotauro apenas se defendió”. Hoy en Chile tenemos un Minotauro. Hay un monstruo que todo lo devora. Puede llamarse Crisis, puede llamarse Malestar, puede llamarse Polarización, puede llamarse Élite. No importa realmente el nombre. Distintos héroes se han ofrecido a enfrentarlo, se han entregado al laberinto y sus determinaciones. El último nombre que se atrevió a cruzar el dintel de la puerta fue José Antonio Kast. Al parecer solo quería juguetear en el acceso del laberinto, pero jugar en los laberintos es peligroso y sin darte cuenta ya estás dentro. Y así fue. Imaginemos la escena, como Borges. Kast ha ingresado al laberinto y sale airoso, presumimos que emerge triunfante. Y se encuentra con Ariadna. Y pronuncia sus palabras. ¿Qué palabras serían?

“No me creerás Ariadna, pero el Minotauro soy yo”.

Nuestro ciclo de crisis suma 12 años. El malestar, cada tanto, toma la forma de un héroe. Y el héroe se lo cree. El tridente estudiantil fue una de esas formas. El nombre de Kast ha sido otra. El tridente era joven y esperanzador, era el futuro ahora. Kast era el héroe castigador, el redentor de la moral, era el retorno al pasado. Y bien, Kast era Teseo y era también el Minotauro. Uno de los dos tendría que vencer. A nuestro juicio eso ya está definido. Es el Minotauro, no será Teseo. La épica ha terminado, ahora solo queda una desabrida tragedia tan predecible como un anochecer al caer el Sol.