En el helado campo en Polonia, en 1949, un campesino canta una canción tradicional ante el magnetófono de un músico, Wiktor (Thomas Kot) que registra su voz. El trabajo del músico es recopilar canciones folclóricas para crear un espectáculo que pondrá en valor las tradiciones culturales de Polonia, devastada tras la Segunda Guerra Mundial. En el grupo de jóvenes artistas que quieren ser parte del espectáculo está una bella joven rubia con gran talento y voz de soprano, Zula (Joanna Kulig), que se convertirá en la principal cantante del grupo folclórico y en el pasional amor de la vida de Wiktor.

Rodado en blanco y negro, Cold War (título original Zimna Wojna, Guerra Fría) examina a lo lago de 15 años, hasta mediados de los ‘60, la evolución de los ‘socialismos reales’, la representación cultural del comunismo, la creciente red de represión que surge en Polonia y otros países bajo la influencia soviética, la vibrante escena parisina de los años 50 y el amor atormentado y por años imposible entre el apasionado Wiktor y la arrebatadora Zula. Y la película logra transmitir todo esto de forma brillante, por momentos con total maestría, para conformar un viaje histórico, musical y emocional que captura y emociona.

Nacido en Varsovia en 1957 y premiado con el Óscar al Mejor Filme Extranjero en 2013 con su anterior largometraje Ida, Paweł Pawlikowski es un verdadero cineasta. Prolijo, de ojo afilado y gran sentido estético, sabe manejar la puesta en escena, el montaje, las elipsis y hasta el formato de la pantalla, que esta vez es de 4:3, a la usanza del que se usaba en los cines en los años 40 y 50.

Ante nuestros ojos contemporáneos, acostumbrados a la pantalla de gran extensión horizontal, este formato casi cuadrado parece restringir aún más el campo de acción y el destino de los personajes, y eso lo aprovecha Pawlikowski (junto a un notable uso del fuera de campo) para volver más intensa esta historia de amorque va y viene a ambos lados de la Cortina de Hierro.

En medio de sus imágenes impresionantes y el montaje que marca como un rayo cada quiebre de lugar y tiempo, resulta muy atractivo el manejo de la música que hace el cineasta polaco. Lo que parte en el primer minuto como el canto a capella de un hombre en medio de las frías estepas eslavas, se convierte luego en ballet folclórico, más tarde en himno, en jazz, en balada a la francesa y en rock and roll. La música también puede ser un elemento narrativo que aporta lucidez histórica y emoción. Sobre todo cuando, como aquí, se trata de mostrar los sentimientos humanos y las construcciones -también humanas- contra los que éstos, muchas veces, se van a estrellar.