Chile cambió, dicen. Dicen que, al parecer, se abrieron grandes alamedas, para que las locas marchen libres. Que se casen. Que adopten. Que sean ellos, ellas. Eso dicen, al menos.

Por Alberto Cecereu

Escritor, crítico y académico

Las leyes han cambiado, las prácticas culturales han mutado, tenemos Ministros y Ministras de la comunidad LGBTI+, congresistas, animadores de televisión. El clóset es cada vez más chico, eso pasa al parecer, o da claustrofobia, porque salen más temprano, con mayor autenticidad y menos miedo.

Cuando Juan Pablo Sutherland en 2009 publicó la primera edición de Nación Marica, nos trajo un conjunto de ensayos sobre la cuestión social de las disidencias sexuales. Y lo hace como un hito. Marcando un antes y después. Y digo “cuestión social” con el dejo histórico. Porque cuando políticos del principio del siglo XX trataron las graves opresiones a las que estaban sometidas las clases obreras, el eufemismo utilizado fue “la cuestión social”.

A fines del siglo XX y principios del actual, para tratar la ampliación de los derechos civiles a las diversidades y minorías sexuales, se hablaba de otro eufemismo: “la agenda valórica”. Porque de esa forma, una vez más, se determinó que la cuestión social de los homosexuales, no era un tema de clase, y por tanto, tampoco de opresión, sino que un detalle de legislación moral.

Terry Eagleton dilucidó esto tempranamente, al referirse que “volcada hacia el signo y el texto, la crítica académica buscó en los márgenes de lo privado, en el cuerpo y la sexualidad, en el placer y el poder” (1976), todo lo referido a la opresión y dominación de las clases sujetas a los mecanismos de reproducción capitalista. Es decir, en nuestro caso, siempre y en todo momento, así como hablamos de que el feminismo nace a partir de dilucidar que es un asunto de dominación de los hombres por encima de las mujeres, lo queer y lo homosexual nace a partir de develar que es un asunto de dominación de la sociedad heterosexual por sobre todo lo que no es lo definido por esa sociedad.

Juan Pablo Sutherland se alza, en base a lo mismo que acá hablamos, en un intelectual que produce narrativas subalternas, etnografías y análisis sobre las alteridades de la sociedad capitalista y heterosexual. Y lo hace con un éxito tremendo, ya que disecciona con meticulosidad de un observador callejero y la prestancia de un ser académico. Tiene la capacidad –algo inédito en el Chile actual– de integrar visualidades contemporáneas con teorizaciones sobre el cuerpo queer.

Quizás por eso, tiene la virtud de ser transformado en un panfleto pop de lucha activista o, por otro lado, en un ensayo indexado en las más serias revistas académicas del globo. Porque Sutherland, nos regala la identificación necesaria de la letra marica, cola y fleta: la necesidad de conformar un corpus semántico de significación discursiva. Es decir, que la lengua de la visión queer homosexual produzca un campo de reconocimiento de sentido. Podamos hablar con lengua propia. No con la visión de la opresora heterosexualidad.

Los Perros Románticos, una editorial independiente, trae el acierto de publicar y disponer al público esta segunda edición del libro-hito de Juan Pablo Sutherland. Urgente lectura. Sobre todo hoy, en este Chile en medio de un proceso constituyente que habla de nación y como construir esa nación. Campo que también merece reconocer un sentido por esta comunidad de personas afincadas en el territorio.

Sutherland, en el recorrido de las páginas, realiza un viaje, una síntesis del territorio, sus luchas, opresiones y amores escondidos. Ayer Pedro Lemebel realizó este mismo ejercicio de dibujar la nación con su furiosa crónica, hoy lo hace Juan Pablo Sutherland con un ensayo que debe ser admiración –y envidia¬- de tanto opinólogo que abunda en la nación chilena.