¿Qué avión no cambiaría desde las Torres Gemelas el rumbo del nuevo milenio en Nueva York?, ¿qué Santiago de Chile habría sido sin el 1541 del weichafe Michimalonko? ¿qué Chile nos aterrizaría la memoria sin el rugido de los Hawker Hunter en La Moneda? Esa acción y omisión de la realidad y el arte como proceso creativo del entrópico significante tal vez nos aproxime a una respuesta -sin discordia ni candor- a una interrogante ajena de revisionismo oportunista, sino más bien generosa de entender que la historia y su arte no comienza y mucho menos termina en quienes la hemos vivido…

Por Marcel Socías Montofré

Menuda osadía. Pero algo hay de cierto. A propósito de fiesta y ramada. Sin guitarra y acordeón las míticas Fiestas Spandex de los noventa bailan al mismo ritmo de una trascendencia histórica que no necesariamente pasa por sus personajes, ni siquiera los instala en el contexto y sentido que las origina (como pensar que el cabildo del 18 fue Independencia). De las Spandex y en buen criollo, lo que para muchos fue una catarsis con tacos, exceso y glamour para la desinhibición, comienza mucho antes a sonar en ese Chile underground de los ochenta. En un galpón de Matucana 19, el Garaje Internacional, donde el arte se desnuda poco a poco del exceso discursivo de la época y abraza nuevos formatos de expresión. Algo está naciendo entonces. El arte es historia, pero no necesariamente la oficial. Cualquiera sea la trinchera que quiera imponerla.

Porque allí, en el Garaje Internacional, nacen las primera Fondas Distintas y Mauricio Celedón con el Teatro del Silencio intentan ver al Chile de ese momento con una mirada de mundo, tan de mundo como el que aporta Andrés Pérez a igual tiempo que el grupo La Troppa de un barrio y su garaje que incluso Christopher Reeve visitó -tras respectivas consultas con su amigo Ariel Dorfman- sin capa ni Superman en noviembre de 1987 para solidarizar con 77 artistas chilenos amenazados de muerte.

Por cierto, una historia extraña, tanto como aventurar una mirada despojada del juicio y prejuicio que hace patria en el observador, mientras en el arte sólo hay territorio donde el teatro, la música, la puntura, el comic y la literatura levantan esa bandera abstracta en lo que resulta inmediato, pero abundante de prismas cuando se trata de aportar -como canta Congreso- “para los arqueólogos del futuro”.

Y aportar también con dos golpes a la puerta y la consabida pregunta ¿quién vive canalla?, sabiendo que con un “Chile libre” se abría el menú y contraseña de un espacio que también en los ochenta nació como clandestino en un underground más entre amigos y buena mesa. ¿Quién lo diría? Aquella acción de rebeldía es hoy paseo tradicional y casi patrimonial de un Chile donde al turismo se le llama industria y el sabor de lo inmediato olvida los ingredientes con que se cocinó el pasado tan de Los Canallas.

Pasado pero no olvidado. Como ese discurso más parriano que el propio Nicanor de un Rodrigo Lira recitando por ocho mil setecientos pesos a Shakespeare en ¿Cuánto Vale el Show? Más cáustico que Enrique Lihn y Raúl Zurita por aquella época de 1981. Si hasta Roberto Bolaño le dedicó “Los Neochilenos”, segunda parte de su poemario “Tres”, y lo calificó como “el mejor poeta chileno” de su generación. Para Enrique Lafourcade, extraña coincidencia en el jurado de aquel ¿Cuánto Vale el Show?, fue un acto de empatía en su voto como jurado. Una empatía surrealista como aquella novela casi olvidada del propio Lafourcade, “El Gran Taimado”, zapateo y berrinche extraño cuando la publicó en 1984 para luego autoexiliarse en Argentina por un tiempo que nadie recuerda bien por qué. Mucho menos para qué…

“Recuerda”. Consentida palabra por estos días. Aunque pocos recuerdan que el mismo Lafourcade -acusado tan ligeramente de todo, menos de escritor- fue el amigo permanente de Jorge Teillier -sin tanto snobismo de bohemia para la cuña y la fotografía- ocupándose de pagarle sus tratamientos antialcohólicos y de ir a visitarlo “a la casa del vino cuyas puertas siempre abiertas no sirven para salir”.

Extraño y arquetípico personaje de nuestra literatura nacional Lafourcade, porque no lanza la primera mano, aunque recibe bastantes piedras. Y no precisamente por un análisis de contenido en tanto su literatura del “Neocriollismo”. Y es que hoy todos son “Palomita Blanca”. Ese Lafourcade como Los Prisioneros cantando en “Patio Plum”. Lafourcade dictando taller literario en casa de los Townley Callejas y Compañía. (También le dicen la CIA). Como ¿Quién mató a Gaete?, de Mauricio Redolés. Perfecto acorde de la sempiterna Transición. O un Lafourcade amigo y muy amigo de José Luis Rosasco, José Donoso, Jorge Edwards, Antonio Skármeta, Alfonso Calderón, Nicanor Parra, Poli Délano, Braulio Arenas y Alejandro Jodorowsky. Si, el mismo Jodorowsky de la Psicomagia, tan de moda hoy por hoy. Aunque, bueno, mejor no hablar de la Generación Beat, que siempre hay Zona de Contacto

De película, entonces, el arte que se comparte cuando la memoria es más amiga y carnal, como dirían los mexicanos de Amores Perros. A propósito, “Nocturno de Chile”, del buen Bolaño, es buena analogía y contexto de ese Chile y su fantasma eterno. El ausente. La memoria precisa y también indecisa.

Como en aquella frase de Raúl Ruíz: “la realidad literalmente se ha convertido en la idea de Baudrillard sobre los simulacros”. Esa “Telenovela Errante” que tanto recuerda el arte nacional mirando para el otro lado cuando se trata de ser más sincero que políticamente correcto al carcelero del trompo y yo tengo la primera piedra y la verdad.

Mejor en su “tengo derecho a criticar porque para eso sirve ser chileno”. Y claro, mucho mejor, entre tanto lenguaje, sentido del humor y la melancolía, se empieza una frase y se termina con puntos suspensivos…

Entre tanta fiesta interminable, ¿alguien dijo, por el ahora 2018 y su apagón cultural y ausencia y dictadura del Whatsapp y Twitter y Facebook y Snapchat, ¿yo en mi patria y patriotismo todavía vivo…?

En fin, ¡Viva Chile!… si es que alguna vez se decide a existir. Lo otro no es más que vivir. Póngale por parlante y cover a Gloria Simonetti cantando “Ojalá” del comunista entrópico Silvio Rodríguez.

Todos somos patria, aunque sólo a veces somos Chile. Nadie sabe para cuándo, cómo y quién. Pero obstinada la memoria sobrevive y sigue.

Como diría el buen Ettore Scola en cine para todos, sin tanto chauvinismo y banderita tricolor, así es, así sea, buena banderita y despedida y de tantos la partida…
Para todos, para quienes Nos habíamos amando tanto…