Hace 35 años, un día 27 de octubre de 1969, el entonces comandante en jefe de la V División con asiento en Punta Arenas, fue llamado por el presidente Eduardo Frei Montalva para asumir como comandante en jefe del Ejército de Chile.
El convocado era René Schneider Chereau, que a la sazón cumplía sus responsabilidades de mando institucional con el grado de general de Brigada.
Su antigüedad como general ascendía sólo a un año. Sin embargo, las fuertes repercusiones provocadas por la asonada golpista, que el 21 de Octubre de 1969 fuera ejecutada por el general Roberto Viaux, conocida como el “tacnazo” al acuartelarse en el regimiento Tacna, ubicado entonces donde después se instalara el actual edificio de la Comandancia en Jefe del Ejército, generó renuncias y pases a retiro.
Éstos incidieron en crear desconfianzas y animosidades en las filas castrenses, que determinaron al jefe de Estado a llamar al promisorio oficial a ejercer la máxima jerarquía institucional.
Era notorio y evidente que una conspiración de la ultraderecha rondaba en torno a nuestra democracia. Los halcones ya sacaban las garras, como trágicamente lo sufriría el país pocos años después.
Los avances sociales obtenidos a lo largo de varias décadas de duro bregar de los trabajadores organizados, de modo especial, el proceso de reforma agraria y la sindicalización campesina desarrolladas con el impulso de los partidos Socialista, Comunista y de la Democracia Cristiana, que ejercía el gobierno; así como la lucha por la nacionalización del cobre y de las riquezas básicas, habían activado en su contra a iracundas fuerzas oscurantistas y retardatarias que comenzaron a golpear la puerta de los cuarteles, en el afán de impedir por la fuerza que Chile decidiera libremente su propio destino.
Aspirantes a dictadores prestaban oído a los conspiradores, oficiales de grandes ambiciones y escasos escrúpulos se regodeaban en citas secretas y conciabulos delirantes, a la espera de circunstancias propicias al despliegue de sus propósitos.
Unos cuantos de esos degenerarían, después de setiembre de 1973, en crueles violadores de los Derechos Humanos.
Ése fue el sórdido clima que desde octubre de 1969 hubo de sofocar al asumir su investidura el nuevo comandante en jefe, para frenar los afanes golpistas, alimentados por la codicia de algunos de abalanzarse sobre el aparato estatal y exprimirlo para saciar apetitos inconfesables.
El general Schneider se instaló en una sólida e imperturbable posición institucional, de irrestricto profesionalismo, respeto a la autoridad civil y no deliberación.
Tal férreo compromiso con la institucionalidad democrática quedó plasmado en “la Doctrina Schneider”, es decir, un concepto y un conjunto de criterios destinados a guiar el actuar de su institución castrense sin apartarse de su función constitucional y legal, manteniéndose apartada de la contingencia política.
Así lo señaló en agosto de 1970, escasas semanas antes de las cruciales elecciones del 4 de setiembre de ese año.
Su línea de conducta no admitía ninguna duda: “El Ejército es garantía de una elección normal, de que asuma la Presidencia quien sea elegido por el pueblo en mayoría absoluta, o por el Congreso Pleno (entonces no había segunda vuelta), en caso de que ninguno de los candidatos obtenga más del 50% de los votos. Nuestra doctrina y misión es de respaldo y respeto a la Constitución Política del Estado”.
Esta irreductible convicción democrática lo transformó en el blanco de la acción terrorista de un grupo de ultraderecha, armado por la CIA, como demostró la investigación criminal del juez militar Fernando Lyon, cuyos miembros pertenecían a tradicionales familias de la plutocracia y sus ramificaciones se extendían hacia encumbrados jerarcas castrenses, que rompían y violaban la tradición de profesionalismo militar.
Para tales “operadores” era intolerable un comandante en jefe como René Schneider. La conspiración de ese grupo extremista de ultraderecha no iba a tolerar convicciones democráticas de ninguna naturaleza, reclamaba adhesión incondicional hacia la aventura golpista.
El comando asesino lo acribilló el 22 de octubre, y falleció el 25 del mismo mes. La patria chilena perdió un soldado ejemplar.
Pero la democracia resistió esa embestida. Su sucesor, general Carlos Prats González fue leal continuador de su herencia. No obstante, la campaña en su contra y la polarización política de la época lo llevaron a dejar su cargo en agosto de 1973.
En ese momento sí se abrió definitivamente el camino para la ejecución del golpe de Estado, cuya brutal implementación desplomó el régimen democrático del que Chile se enorgullecía.
Alguien podría decir que a la postre el general Schneider no logró evitar que sus camaradas de armas se hicieran parte del golpe y del terrorismo de Estado que lo sucedió. Son muchos los que como él, hombres de convicciones republicanas, no lograron impedir la tragedia. Pero su ejemplo germina y germinará en las nuevas generaciones que hacen suya su rectitud, su legado moral y conceptual, de un profesionalismo militar irrestricto, sin concesiones de ninguna naturaleza al autoritarismo, que orientado desde sectores civiles ronda en torno a los hombres de armas. Así como se rememorará su conducta de un coraje y de una entereza sin fisuras, para permanecer indoblegable incluso en las más difíciles circunstancias.
Su memoria es un patrimonio de la nación chilena toda.
Camilo Escalona
Presidente del Instituto Igualdad y ex presidente del Senado